martes, 28 de julio de 2015

El primer triunvirato

Hacia finales del 62 Pompeyo regresó por fin a Roma tras finalizar sus campañas militares en Oriente -ver articulo anterior La era de Pompeyo Magno-; sus dos propósitos inmediatos: la ratificación de las medidas adoptadas en Oriente y las asignaciones de tierras a sus veteranos; pero el Senado se negó a ello, con el propósito de acabar con el predominio político y militar ejercido por Pompeyo en los últimos quince años. A éste no le quedó, por tanto, otra opción que recurrir a los populares, para lograr a través de la manipulación del pueblo y de las asambleas populares lo que el Senado le había negado. Por desgracia para él, los populares se agrupaban entonces alrededor de su enemigo Craso, que creía amenazada su posición política con el regreso del general. Para superar este nuevo bache, Pompeyo recurrió finalmente a César, que al parecer ya había ejercido como mediador entre los dos anteriormente -ver artículo anterior La conjuración de Catilina-, y quién, a finales del 60, pretendía presentarse al consulado, después de haber estado como propretor en Hispania1. Pero su carrera política, claramente popular y en oposición al Senado, le había generado la inmediata oposición de los optimates a su candidatura.
Así, por diversos motivos, tres políticos veían amenazadas sus respectivas ambiciones. Dos de ellos, Pompeyo y Craso, estaban enemistados, por lo que César volvió a ejercer de nuevo como mediador. Nació, así, el denominado “primer triunvirato”2. En sí mismo, el “triunvirato” era sólo una alianza, una amicitia entre tres personas, común en las prácticas políticas romanas de la época, como las que había unido a Mario, Saturnino y Glaucia en el 100 o a los propios Pompeyo y Craso en el 70; pero, en esta ocasión, la alianza resultó tan poderosa que entregó prácticamente el control de la República a sus tres miembros, gracias a los medios desiguales que éstos aportaron: Pompeyo, sus veteranos; Craso, su fortuna y su influencia en los grupos senatoriales y ecuestres; y César, aunque con menos partidarios, contaba con el poder que le otorgó el consulado3 cuando en el año 59 a.C logró ganar las elecciones junto con el optimate Marco Calpurnio Bíbulo, yerno de Catón.
César será el primer cónsul que use su magistratura para una amplia actitud legislativa, apoyada en las asambleas populares y en contra de la voluntad del Senado, llegando a presentar incluso ante los comicios los proyectos relativos a la política exterior y a la administración financiera, competencias tradicionales del Senado. Además de éstas cuestiones, César atendió de inmediato los compromisos adquiridos con sus dos aliados, logrando, por ejemplo, para Pompeyo la ratificación de sus medidas en Oriente y la concesión de tierras de cultivo a sus veteranos en Italia; y finalmente se preocupó de su propia promoción personal. Para aumentar su popularidad entre las masas, presentó un proyecto de ley por el que distribuía las tierras cultivables de Campania, una de las zonas más fértiles de toda Italia, entre las familias con más de tres hijos. Intentó fortalecer los lazos con Pompeyo entregándole como esposa a su hija Julia; y, por último, pretendió consolidar su posición y conseguir una enorme clientela militar, logrando, por medio del tribuno Vatinio, que las asambleas populares le concedieran un gobierno de cinco años en la Galia cisalpina y en el Ilírico -rompiendo la normativa silana (ver artículo anterior La dictadura de Sila)- con tres legiones, más la Galia Narbonense, asignada por el Senado con otra legión, después de que César exagerara el peligro que corría la provincia a manos de las tribus galas al norte de su frontera.
Finalizado su año de consulado César se dirigió a las Galias, que conquistaría sólo tras ocho años de guerra ininterrumpida plagada de continuas pacificaciones y de nuevas sublevaciones, siendo la más destacable la llevada a cabo bajo el liderazgo de Vercingétorix, entre los años 53 y 52. Solamente en el 51 a.C. se lograría someter completamente a las Galias bajo el dominio romano. Para entonces, el saqueo, las contribuciones de guerra y el botín habían enriquecido a César lo suficiente como para poseer una fortuna igual o superior a la de Craso, que habría de servir para aumentar su prestigio, su popularidad y su influencia. Pero, sobre todo, la guerra de las Galias le consiguió a César un ejército fiel y experto, una clientela extensa y una consideración similares a las de Pompeyo.
Pero antes de que César se marchara a la Galia, los “triunviros” consideraron necesario prevenir una posible reacción del Senado, que pusiera en peligro la reciente legislación. Y para ello utilizaron, de nuevo, a un tribuno de la plebe, en este caso a Publio Clodio4, quién, en el 58, promovió un proyecto de ley que condenaba a todo el que fuera culpable de la muerte de un ciudadano sin juicio previo. La ley, obviamente, llevó a Cicerón al exilio5; poco después, Catón también era alejado de Roma con un pretexto diplomático. Pero Clodio utilizó su magistratura, además, para crearse un poder personal e independiente de los “triunviros”, mediante la manipulación de la plebe urbana y la dirección de los collegia o sodalitates. Se trataba de bandas armadas, dirigidas por un cabecilla, que, bajo la máscara de asociaciones de carácter religioso, profesional o político, ofrecían sus servicios para controlar las reuniones políticas o provocar disturbios en las asambleas o en la calle, lo que refleja el deterioro de la política interior romana y la creciente importancia de las masas. Los collegia fueron prohibidos en el año 64, pero Clodio logró aprobar una ley para su restablecimiento, convirtiéndose, además, en el organizador de los mismos, a los que distribuyó armas y dotó de un sistema paramilitar.
Pompeyo fue el más perjudicado de aquella nueva situación: mientras su prestigio e influencia en el Senado disminuían como consecuencia del triunvirato y su alianza con los populares, Clodio, quizás instigado por Craso, deterioraba su imagen pública. Para defenderse de Clodio y poder restablecer su autoridad, Pompeyo recurrió de nuevo a un tribuno de la plebe, Tito Anio Milón, que se enfrentará a él formando sus propias bandas callejeras, no con la plebe urbana, como Clodio, si no reclutando a los veteranos de Pompeyo y contratando a escuelas de gladiadores enteras. Así mismo, hizo regresar del exilio a Cicerón, el cual, agradecido, actuó como mediador a partir de entonces entre Pompeyo y el Senado, y logró para él un poder proconsular, de cinco años, para dirigir el aprovisionamiento de trigo. Pero el cargo, obtenido a espaldas de César, enfrió la relación entre ambos; al mismo tiempo, Clodio, en un inesperado giro político, se unió a las filas de la factio optimate y se declaró dispuesto a invalidar la legislación de César, arrastrado tras él a Craso, cansado de su papel en la sombra.
Fue el propio César quién, otra vez, actuó como mediador, renovándose el “triunvirato” en el 56, en los denominados “acuerdos de Lucca”6, que dieron como resultado, en primer lugar, otro consulado para Pompeyo y Craso, el del año 55, al término del cual obtuvieron, gracias a una propuesta de ley de otro tribuno, mandos proconsulares de cinco años en Hispania y Siria en respectivamente, con la capacidad de reclutar tropas y declarar la paz o la guerra sin necesidad de consultar al Senado ni al pueblo; y en segundo lugar, para César se logró la renovación de su mando también por otros cinco años. Destaca, por tanto, la preocupación de los tres por tener un poder igual y común y gozar de un mismo poder militar, ya que ahora era un elemento indispensable en política. En total, los tres tenían bajo su control a unas veinte legiones y las provincias más importantes de Roma. Su poder y control sobre la República queda demostrado, por ejemplo, por su capacidad para manipular las elecciones del año 54 a.C. y colocar en el consulado a sus candidatos, Apio Claudio y Domicio Ahenobarbo.
Sin embargo, los acuerdos de Lucca no duraron mucho, debido al distanciamiento entre Pompeyo y César tras la muerte de Julia, la esposa del primero e hija del último, y al fallecimiento de Craso tras que emprendiera durante su mandato en Siria una inútil campaña contra los partos.
La ruptura de los acuerdos de Lucca y “el desmantelamiento de las bases tradicionales de gobierno, que los triunviros habían buscado sistemáticamente”7, produjeron un vacío de poder que condujo a la ciudad de Roma a la anarquía: muestra de ello es que, a comienzos del año 52, no había ni cónsules ni pretores, mientras que el Senado, falto de autoridad y sin un aparato de policía, no pudo impedir que las bandas callejeras, que apoyaban a los diferentes candidatos y factiones, sumieran a Roma en una atmósfera de violencia, terror y corrupción política8, que desembocó en el asesinato de Clodio a manos de la banda de Milón. El Senado se vio obligado finalmente a decretar, de nuevo, el estado de excepción (senatusconsultum ultimum) y se propuso a Pompeyo, en su calidad de procónsul, como cónsul único9, lo que es una muestra más de la anormalidad de la situación; así mismo, se le dieron poderes para reclutar tropas en Italia con el fin de que restableciera el orden. Por primera vez desde la guerra civil, tropas armadas ocuparon la ciudad: se aplastó la revuelta y se procesaron a todos los líderes callejeros, entre ellos Milón, que partió al exilio. El orden se restauró en un mes.
Pompeyo, además, promovió una amplia legislación en la que atendió, sobre todo, a frenar la causa de los desórdenes recientes, es decir, los métodos anticonstitucionales de lucha electoral, mediante la promulgación de leyes contra la corrupción y la violencia. También tomó medidas para atajar los motivos de la gran corrupción electoral: la carrera por las magistraturas y el enriquecimiento que su ejercicio posibilitaba. Entre otras cláusulas, establecía que el gobierno de una provincia sólo podía ser ejercido por ex cónsules y ex pretores durante los cinco años siguientes a la deposición del cargo. Esta cuestión perjudicaba claramente a César, pues el 1 de marzo del año 50 finalizaba su mando en las Galias y corría el peligro de ser destituido e, incluso, juzgado.
Para impedirlo César invirtió enormes sumas de dinero en corromper a varios senadores, y así logró que su mando fuera prorrogado durante nueve meses más. Pero, en enero del 49, el Senado decretó, finalmente, que César debía licenciar a todas sus tropas, o sería declarado enemigo público. Lo que estaba en juego para César no era el mando de la Galia, si no su propia supervivencia política; sabía que sus enemigos, encabezados por Catón, deseaban juzgarle por las ilegalidades cometidas antes, durante y después de su consulado en el año 5910, y lo más posible era que se le declarara culpable. El propio César llegó a reconocerlo cuando, tras la batalla de Farsalia, “entrando en el campamento de Pompeyo, y viendo los cadáveres allí tendidos (...), prorrumpió sollozando estas expresiones: ¡Ellos lo han querido!... Por que si yo, Cayo César, después de haber terminado gloriosamente las mayores guerras, hubiera licenciado a mi ejército, sin duda ellos me habrían condenado”11.
Ahora que no contaba con el apoyo y la protección de Pompeyo-que formaba parte de los optimates tras las decisiones tomadas en el 52-, a César sólo le quedaba ampararse en la inmunidad del cargo para escapar de los tribunales. Sin embargo, sí le desposeían de él, su único recurso sería la guerra, pero, para poder declararla, requería un pretexto que diera cierta apariencia de legalidad a su acción. Y lo obtuvo cuando dos tribunos de la plebe, Casio Longino y Marco Antonio, usaron su derecho a veto a la propuesta de declararle enemigo público, pues “Léntulo, usando su autoridad de cónsul, no lo permitió, si no que, llenando de improperios a Antonio y a Casio, los expulsó innoblemente del Senado, proporcionando a César el más plausible pretexto que pudiera desear”12: los optimates habían violado los derechos tribunicios, atentando así contra la libertad del pueblo, que César se disponía a defender. Por ello el 10 de enero del año 49 a.C. cruzó el río Rubicón, que desde la dictadura de Sila señalaba la frontera norte de Italia, e inició una nueva guerra civil.
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1 Plutarco, Vida de César, XI; Suetonio, Cayo Julio César, XIV
2 Plutarco, Vida de César, XIII; Suetonio, Cayo Julio César, XIX
3 Plutarco, Vida de César, XIV; Suetonio, Cayo Julio César, XIX
4 Plutarco, Vida de César, XIV; Suetonio, Cayo Julio César, XX
5 Al parecer, el motivo principal por el cual el “triunvirato” quiso expulsar a Cicerón tanto de Roma como de Italia fue su negativa a ser el cuarto miembro de la alianza, y, por tanto, su oposición al mismo. Cicerón, II Epístola a Ático, diciembre del año 60
6 Plutarco, Vida de César, XXI; Suetonio, Cayo Julio César, XXIV
7 Roldán, Historia de Roma, 243
8 “Se decidieron las votaciones no pocas veces con sangre y con cadáveres, profanando la tribuna y dejando en anarquía a la ciudad”, Plutarco, Vida de César, XXVIII
9 Suetonio, Cayo Julio César, XXVI
10 “Aseguraban otros que (César) temía que le obligaran a dar cuenta de lo que había hecho contra las leyes, contra los auspicios e intercesiones durante su primer consulado, porque Catón declaraba con juramentos que le citaría en justicia en cuanto licenciase al ejército. Se decía generalmente que si regresaba con condición privada se vería obligado tarde o temprano a defenderse ante los jueces” Suetonio, Cayo Julio César, XXX
11 Plutarco, Vida de César, XLVI

12 Plutarco, Vida de César, XXXI
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*Fotografía 1: Montaje con los principales retratos conocidos de los miembros del primer triunvirato; de izquierda a derecha, Marco Licinio Craso, Cneo Pompeyo Magno y Cayo Julio César
*Fotografía 2: Busto de Cayo Julio César en el Museo Arqueológico de Nápoles
*Fotografía 3: Denario emitido en el año 111-110 a.C. por un antepasado del tribuno de la plebe Publio Clodio Pulcher
*Fotografía 4: Muerte de Marco Licinio Craso a manos de los partos, quienes le obligaron a beber oro fundido como castigo a su avaricia. Grabado de Pierre Cousteau, 1555
*Fotografía 5: "César cruza el río Rubicón", por Emanuel Müller-Baden, 1904

viernes, 24 de julio de 2015

Sobre reseñas y críticas: "Antiquitas", de Jorge Cuesta

 
               "¿Podría el pasado reaparecer en la actualidad para liberar al mundo del mal que lo amenaza para, de este modo, reparar sus crímenes y que sus pecados históricos fuesen perdonados?"
Franceso Boldini, Capítulo I

Sobre esta sencilla premisa se asienta la primera parte de la novela "Antiquitas". Para todos aquellos que amamos la Antigüedad Clásica, que hemos pasado horas y horas leyendo sobre ella y que ante la visión de sus ruinas poco menos que enloquecemos, es más que sabido que prácticamente todo lo que conforma lo que se ha dado en denominar "la moderna civilización europea" nace y tiene su origen en la Roma antigua y la Grecia clásica. Jorge Cuesta, sin embargo, nos propone además una interesante vuelta de tuerca: en un presente en que el estudio de las Humanidades está tan denostado y se nos ha intentado inculcar el deber de estudiar "ciencias más útiles", Cuesta propugna que serán precisamente las civilizaciones de la Antigüedad, no los conocimientos científicos actuales, los que nos permitirán construir un futuro mejor cuyos pilares fundamentales habrán de ser el conocimiento, el respeto y la tolerancia. Para lograrlo, debemos renunciar al estudio y análisis frío de la Roma antigua y la Grecia clásica como quién disecciona con un escalpelo un cuerpo muerto para extraer de sus pedazos algún conocimiento, y aceptarlas en nuestro día a día como lo que son, un organismo vivo a partir de cuyo ejemplo poder crecer y resolver los problemas de la época histórica en la que nos encuadramos... si bien no de forma pasiva ni tampoco en solitario.

En un extraordinario ejercicio literario en que se combina a la perfección ciencia ficción y una sólida base histórica, en la que deja ver claramente su formación como Licenciado en Historia y Diplomado en Ciencias Religiosas, Jorge Cuesta nos presenta a Miguel Fernández. Futuro historiador a punto de finalizar sus estudios, nuestro protagonista vive por entero indiferente y ajeno a los crímenes que una peligrosa secta lleva a cabo en las cloacas de Roma hasta que una repentina visión basada en el Libro del Apocalipsis le llama de repente a la lucha en una guerra que ni siquiera sabía que podría existir.

De nuevo, como hemos visto en tantas obras de ciencia ficción y fantasía, un hombre cualquiera, sin habilidades especiales, se ve impelido por las circunstancias a desempeñar un papel de líder y héroe para el que no sabe si está preparado. En esta ocasión, la causa lo merece: una fuerza desconocida de la Antigüedad amenaza el statuo quo presente mediante un ataque directo a las religiones monoteístas que prevalecen en nuestra época, y solamente otra fuerza nacida también de las civilizaciones clásicas puede hacerle frente. Es el duelo definitivo entre la brutalidad antigua que aún hoy nos horroriza y la belleza palpable de sus conocimientos, de su día a día, que no deja nunca de subyugarnos por entero. Un duelo ejemplificado en un simple y contradictorio hecho: las persecuciones contra los cristianos por parte de un paganismo que no tenía problemas en admitir todos los credos. Un mensaje obvio de tolerancia moral y religiosa para el que pocas veces tenemos los oídos atentos.

En definitiva, "Antiquitas" es una obra inusual que nos invita a una profunda meditación sobre varios de los problemas actuales. Aunque su ritmo pueda ser un poco lento; sus diálogos resultan, sin duda, algo artificiosos y por desgracia nos deja a medias con la trama -se trata de la primera parte de una tetralogía-, la combinación entre novela histórica y de ciencia ficción resulta bastante refrescante en un panorama literario tan estructurado y dividido en géneros, más aún cuando renuncia por completo al mero entretenimiento y busca transmitir un mensaje reivindicativo lleno de auténtico cariño por las civilizaciones del pasado. Ahora solo nos queda esperar a la segunda parte.

Para aquellos que queráis adquirir la novela, os dejo los siguientes enlaces:





martes, 21 de julio de 2015

La Conjuración de Catilina

A pesar del enorme poder y autoridad ejercidos por Pompeyo Magno en las provincias orientales -ver el artículo anterior La era de Pompeyo Magno-, en la capital sus partidarios no controlaban la escena política completamente. Craso aprovechaba la ausencia de Pompeyo para intentar convertirse en el hombre más poderoso de Roma; para ello no sólo volvió a recurrir como siempre a su vasta fortuna e influencia, debida su extensa clientela, sino que, ahora, empezó a aprovecharse de las ambiciones de jóvenes políticos opuestos al Senado, entre los que se encontraba Cayo Julio César.
Ligado por lazos familiares a Mario (su tío)1 -ver el artículo anterior Cayo Mario y los "populares" y Cinna (su suegro)2 -ver artículo anterior La dictadura de Sila-, Julio César vio abortada su carrera política por el golpe de Estado de Sila, que le incluyó por sus conexiones familiares en su lista de proscritos, obligándole a exiliarse3, por lo que, muerto el dictador, se convirtió en ferviente partidario de los ataques contra el régimen que había instaurado. Así mismo, ganó gran popularidad explotando, precisamente, el recuerdo de Mario4, aunque sin descuidar sus relaciones con la oligarquía y los grandes personajes del momento, como Craso y, más tarde, Pompeyo. Así, logró ser nombrado tribuno militar en el año 72, cuestor de la Hispania Ulterior en el año 69 y edil curul en el año 65 a.C.5
Dos años después, en el 63- año en que César lograba el pontificado máximo6 -, Craso, al tiempo que obtenía la censura, apoyaba a otro de sus protegidos en la carrera política. Dicho protegido era Lucio Sergio Catilina, un noble arruinado; él también había comenzado su vida pública como partidario de Sila, pero su mala y merecida reputación le había empujado, primero, hacia la oposición “radical” y, más tarde, al círculo de Craso. En el 63, Catilina deseaba obtener el consulado, pero para lograr este cargo, habría de enfrentarse al candidato de la oligarquía senatorial, Marco Tulio Cicerón.
Cicerón, miembro de una familia ecuestre de provincias, había logrado acceder al Senado gracias al apoyo de importantes miembros de su clase y a sus grandes cualidades oratorias. Las humillaciones y los obstáculos que sufrió en el transcurso de su carrera le introdujeron en la oposición moderada y el círculo de Pompeyo, quién le respaldó en su intento de obtener el consulado del 63. Cicerón logró finalmente la victoria junto a Antonio Híbrida, otro amigo de César y de Craso. Obsesionado, como homo novus, al igual que Mario en su época, por que la nobilitas le aceptara como un igual, Cicerón ejerció su consulado de acuerdo a la más estricta tradición republicana; de hecho, es posible que su gobierno hubiese pasado desapercibido sino hubiera sido por Catilina.
Tras ver frustradas todas sus esperanzas de lograr el poder por vía legal, y todavía más arruinado en el intento, Catilina intentó obtenerlo, supuestamente -porque su propósito real no está aún claro-, con el golpe de Estado que le haría famoso. Éste debía iniciarse, al parecer, con el levantamiento armado de varias regiones de Italia, entre ellas Etruria, donde uno de los conjurados, Manlio, poseía un gran número de partidarios. De Etruria la “revolución” debía pasar a Roma, donde, después del asesinato de ambos cónsules, Catilina y sus partidarios ocuparían el poder. “Campesinos arruinados, víctimas de la reforma agraria, impuesta por la fuerza, y los proletarios urbanos, hundidos en la miseria, se dejaron conquistar por este plan revolucionario, urdido por aristócratas resentidos y frustrados, en el caótico marco de la violencia política que caracteriza a la generación postsilana”7
Sean como fuesen, los planes de Catilina fueron lo suficientemente descabellados como para que el propio Craso, su antiguo protector, los denunciara ante Cicerón tras conocerlos. El cónsul consiguió del Senado el senatusconsultum ultimum, que deba plenos poderes para proteger al Estado romano: se ejecutó a todos los partidarios conocidos de Catilina8, y, aunque éste logró huir a Etruria, moriría más tarde a manos de las tropas gubernamentales, en un enfrentamiento armado en Pistoya.
En el juicio contra los cómplices de Catilina se había distinguido el cuestor Marco Porcio Catón, un intransigente defensor del Senado, de intachable moralidad estoica, que enseguida se ganó múltiples partidarios. “Su meta principal y común era la regeneración del Estado, librándolo de las agresiones producidas por la irresponsable política popular y los ambiciones individualistas”9

1 Plutarco, Vida de César, I
2 Plutarco, Vida de César, I; Suetonio, Cayo Julio César, I
3 Plutarco, Vida de César, I; Suetonio, Cayo Julio César, I
4 Plutarco, Vida de César, V y VI; Suetonio, Cayo Julio César, VI
5 Plutarco, Vida de César, V-VI; Suetonio, Cayo Julio César, V, VI y IX
6 Plutarco, Vida de César, VII; Suetonio, Cayo Julio César, XIII
7 Roldán, Historia de Roma, 228
8 “Si César le dio o no secretamente algún calor o poder (a los conjurados) es algo que nunca se pudo averiguar”, Plutarco, Vida de César, VIII

9 Kovaliov, Historia de Roma, 521

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*Fotografía 1: "Cicerón pronuncia su discurso contra Catilina", Cesare Maccari
*Fotografía 2: Busto de Marco Tulio Cicerón, copia de original romano por Bertel Thorvaldsen, en Copenhague

martes, 14 de julio de 2015

La era de Pompeyo Magno

El régimen que Sila había intentado instaurar nació ya debilitado -ver artículo anterior La dictadura de Sila-. El Senado, que el dictador intentó fortalecer, se hallaba dividido en múltiples factiones, enfrentadas entre sí, incapaces de hacer frente a los ataques de los grupos que Sila había perjudicado, o ignorado, en su reforma. En primer lugar, a los políticos populares, a los que la nueva legislación impedía su carrera política; por otra, la plebe, a la que afectaban desde hacia ya décadas graves problemas sociales y económicos, algunos, incluso, agravados por Sila. A estos ataques desde el interior, vinieron a sumarse problemas en la política exterior: los campesinos desposeídos -cuyas tierras fueron dadas a las legiones de Sila-, los exiliados políticos, los proscritos, y las víctimas de las confiscaciones, formaron de inmediato dos focos de resistencia, en Italia y en Hispania, dirigidos respectivamente por Lépido y Sertorio. El gobierno senatorial, incapaz de hacer frente a estas múltiples amenazas, se vio obligado a recurrir a un joven aristócrata, Pompeyo.
Cneo Pompeyo era hijo de uno de los generales de la guerra social -ver artículo anterior Livio Druso, Sulpicio Rufo y la cuestión de los aliados itálicos-, Pompeyo Estrabón, de quién había heredado una enorme fortuna y extensas clientelas, que puso por entero al servicio de Sila. Con su propio ejército privado, reclutado entre dichas clientelas y los veteranos de su padre, participó no sólo en la guerra civil sino también en la represión de los grupos contrarios a Sila en Sicilia y África. Su poder y autoridad, insólitos en alguien que todavía no había ocupado ningún cargo político, y el hecho de que poseyera un ejército privado personal, eran una clara contradicción y una amenaza a la reforma de Sila. Aún así, cuando aún no era más que un ciudadano privado, y por tanto no tenía ningún tipo de cualificación legal para dirigir tropas, se le entregó la dirección de la guerra contra Lépido.
Pompeyo, con la ayuda del cónsul Catulo, venció a Lépido con facilidad, pero no pudo impedir que una parte del ejército vencido huyera a Hispania para unirse a las fuerzas de otro rebelde al régimen silano, Sertorio, un antiguo lugarteniente de Mario y miembro activo del gobierno de Cinna, a quién se había intentado derrotar desde la dictadura de Sila. La debilidad de su alianza con los indígenas y los dos años de lucha sin cuartel a los que lo sometió Pompeyo, con la ayuda del cónsul Metelo Pío, provocaron, primero, deserciones, después, el asesinato de Sertorio, poniendo fin a la rebelión.
Pero mientras Metelo Pío regresaba a Roma, Pompeyo permaneció unos meses más en la península hispánica, liquidando los restos del ejército rebelde y sometiendo los focos de resistencia indígena, pero, sobre todo, reorganizando la administración hispana con varias medidas destinadas a aumentar su poder personal: repartos de tierras, establecimiento de pactos de hospitalidad y de clientela con la oligarquía indígena y concesiones de la ciudadanía romana Así, al abandonar Hispania en el año 71, Pompeyo había extendido su poder y riqueza por toda la península ibérica.
En su ausencia, se habían multiplicado los problemas para el gobierno senatorial: al ataque de los populares contra su autoridad, se unieron, desde el año 74, la reanudación de la guerra contra el rey Mitrídates del Ponto, y una nueva rebelión de esclavos en Italia. Aunque anteriormente había habido ya revueltas de esclavos, como las de Sicilia de 1361 y 1042, ninguna había alcanzado jamás las proporciones de ésta, dirigida por Espartaco, un esclavo de origen tracio. Iniciada por un grupo de gladiadores de Capua, se vio aumentada por otros gladiadores, esclavos, e incluso hombres libres empobrecidos, a medida que Espartaco y sus seguidores vencían a las fuerzas romanas y extendían sus saqueos por Italia. En Roma, un Senado aterrado decidió desposeer a ambos cónsules -derrotados por Espartaco- de la dirección de la guerra y entregársela al pretor Marco Licinio Craso junto con un ejército gigantesco de ocho legiones, la mayoría reclutadas y pagadas por el propio Craso.
Craso, al igual que Pompeyo, había abrazado muy joven la causa de Sila, poniendo a su disposición otro ejército privado. Las proscripciones de Sila y su inversión en diferentes negocios, le enriquecieron enormemente, utilizando su fortuna con fines políticos, como, por ejemplo, aumentar sus clientelas, y extender su influencia a la plebe, a importantes grupos ecuestres, interesados como él en el mundo financiero, y a la nueva aristocracia senatorial creada por Sila.
Nombrado generalísimo en la guerra contra Espartaco, su primera medida fue aislar a los rebeldes en el extremo sur de la península, para intentar vencerlos por el hambre; no obstante, Espartaco, tras un fallido intento de huir a Sicilia, logró romper el cerco, aunque tuvieron que enfrentarse al ejército romano. Fueron vencidos, seis mil de ellos crucificados a lo largo de la Vía Apia, y sólo unos cinco mil lograron huir a Etruria, a tiempo para que Pompeyo, que por fin regresaba de Hispania, pudiera vencerlos y arrebatar a Craso parte del mérito de haber deshecho la rebelión.
Sin embargo, la liquidación de las rebeliones de Lépido, Sertorio y Espartaco había convertido a los dos, Pompeyo y Craso, en los hombres más fuertes del momento. El odio que sentían el uno por el otro no fue obstáculo para establecer una cooperación temporal y obtener juntos el consulado con la ayuda de sus respectivos medios de poder: Craso su riqueza, sus relaciones y su habilidad política; y Pompeyo, su fiel ejército, sus clientelas políticas y su popularidad. Era una poderosa coalición ante la que el Senado no pudo hacer nada, pese a que Pompeyo llegó al consulado sin haber sido senador y mucho antes de la edad requerida por la legislación silana, y Craso, sin que hubieran transcurrido el período de tiempo obligatorio que debía pasar antes de que, cesado de cualquier cargo, se pudiese optar al siguiente. Es decir, los dos contradecían, claramente, las disposiciones tomadas por Sila.
Entre las reformas llevadas a cabo por ambos durante su consulado, en el año 70, destaca la entrega definitiva de la ciudadanía a todos los aliados itálicos; la solución del problema de la composición de los tribunales, estableciéndose que los jueces fueran escogidos a partes iguales entre el orden senatorial y el ecuestre; y la restitución de las tradicionales competencias al tribuno de la plebe.
La rehabilitación del tribunado de la plebe supuso demoler la piedra angular de la legislación silana, y complicó aún más la escena política. Pero estos tribunos ya no actuaban por iniciativa propia, sino que eran meros agentes de los grandes hombres de la época. Un ejemplo de ello es, sin lugar a duda, Aulo Gabinio; este tribuno presentó, en el año 67, una propuesta de ley que establecía la elección de un consular-obviamente, Pompeyo-, dotado de enormes medios para luchar contra los piratas. Estos medios eran el mantenimiento, durante tres años, de un imperium proconsular sobre todos los mares y costas; libre disposición de fondos; y una gran flota. El Senado, lógicamente, se opuso a nombrar “prácticamente a un monarca sobre el imperio”3, pero, aún así, la ley fue aprobada por las asambleas populares. Las campañas contra los piratas duraron tres meses, y, como consecuencia, otro tribuno, Cayo Manilio, presentó un nuevo proyecto de ley en el año 66 por el que se le entregaba a Pompeyo la dirección de la nueva guerra contra Mitrídates VI del Ponto, pese a que el mando de ésta ya había sido entregada a otro hombre, Lucio Licinio Lúculo, desde hacia varios años. La ley propuesta por Manilio, otorgaba a Pompeyo poderes mayores a los recibidos para luchar contra los piratas, lo que suponía “una concentración de poderes insólita y al margen de la ley”4 El Senado obviamente volvió a oponerse, y, de nuevo, eso no fue obstáculo para que la ley se aprobara.
Gracias a la diplomacia, Pompeyo logró aislar a su enemigo de toda ayuda exterior y convencer al rey de Partia de que invadiera Armenia-reino que había colaborado con el Ponto-por la retaguardia, al tiempo que él atacaba a Mitrídates, quién, vencido, logró huir a sus posesiones en el sur de Rusia actual, pero una revuelta de su propio hijo le obligó a quitarse la vida en el 63. Ganada así la guerra, Pompeyo se dispuso a reorganizar el territorio como lo había hecho en Hispania: Armenia, como un estado vasallo, quedó como tapón y protector de las provincias romanas contra los partos; Siria fue anexionada; Palestina convertida en estado tributario; la mayor parte del reino del Ponto fue unido a la provincia de Bitinia; el interior de la península de Anatolia y los territorios fronterizos con Partia, se entregaron a reyes clientes de Roma; por último se revitalizó la vida municipal, otorgando ciertos privilegios políticos y fiscales a las antiguas ciudades helenísticas y griegas y fundando más de tres docenas de centros urbanos en Anatolia y Siria, como Pompeópolis o Magnópolis.
Concluida de esta forma la guerra y consolidado de nuevo el dominio romano en Oriente, Pompeyo, con un ejército fiel y multitud de clientelas adquiridas tanto en Asia Menor como Hispania, volvía a Roma convertido en el hombre más poderoso del Imperio.

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1 En el año 136, un grupo de esclavos dirigidos por un sirio, Euno, lograron apoderarse de la ciudad siciliana de Etna y, unidos a otra banda, capitaneada por el cilicio Cleón, pusieron sitio a Agrigento. El ejército servil creció hasta reunir a más de 20.000 hombres, que de apoderaron de otras ciudades sicilianas, como Catana o Tauromenion. Sólo en el año 132, después de varios intentos fracasados del ejército romano, el cónsul Publio Rupilio logró someter la rebelión.

2 En el año 104, a ruegos de Mario, el Senado había ordenado a los gobernadores provinciales que liberasen a todos los ciudadanos, procedentes de estados clientes o aliados de Roma, que hubieran sido esclavizados irregularmente, ante la escasez de tropas necesarias para la guerra contra cimbrios y teutones. Pero la ley tropezó en Sicilia con la negativa de los propietarios de esclavos y el pretor paralizó el proyecto Las abortadas esperanzas de obtener la libertad se tradujeron en rebeliones aisladas de esclavos, siendo la más importante la ocurrida en la costa meridional siciliana. La derrota de las primeras legiones romanas, enviadas contra los rebeldes, incrementó el número de éstos, que incluso se dieron un rey, Salvio. Al mismo tiempo, pero en la costa occidental de la isla, otro grupo de rebeldes, unidos en torno al cilicio Atenión, atacaron Lilibeo. La amenaza creció aún más con la unión de las fuerzas de Atenión y Salvio, que hicieron de Triocala, una ciudad al norte de Heraclea, la capital de su original reino esclavo. Durante varios años, Triocala fue inexpugnable, hasta que el cónsul Aquilio, colega de Mario en el año 101, logró aplastar por fin la rebelión.

3 Dión Casio, Historia Romana, 36, 24

4 Tom Holland, Rubicón, página 196

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*Fotografía 1: Retrato de Cneo Pompeyo Magno, en el Museo Arqueológico de Venecia
*Fotografía 2: Retrato de Marco Licinio Craso, en el Museo del Louvre
*Fotografía 3: "Los hermanos Graco", de Eugene Guillaume, los dos tribunos de la plebe más conocidos

viernes, 10 de julio de 2015

Tercer Aniversario 10 de Julio de 2015

Hace ya tres años que comencé a escribir Los Fuegos de Vesta para llenar mis muchas, aburridas y larguísimas tardes muertas de joven desempleada como una forma de reencontrarme conmigo misma y la pasión que me había impulsado a estudiar Historia después de recibir más portazos y decepciones que alegrías tras abandonar la facultad, pero ahora, 284 publicaciones después -¡¿cuándo me ha dado tiempo a escribir tanto?!-, puedo decir con enorme orgullo que se ha convertido en mucho más: aquel batiburillo bastante caótico de noticias y relatos cortos dio lugar a historias más extensas y comenzó a incorporar artículos de divulgación y biografías. Gracias al blog, pero también al grupo de facebook y twitter, he conocido a personas fantásticas, leído cosas maravillosas y descubierto lugares fantásticos, que han hecho que mereciera la pena todos y cada uno de los minutos pasados delante del ordenador. Así pues, como los dos años anteriores, esta no es una celebración exclusiva mía, sino que la quiero compartir con todos vosotros, los responsables de esas 81.000 visitas que ya registran los Fuegos de Vesta, esos 3058 seguidores en facebook -se me salen un poco los ojos de las órbitas cuando veo esas cifras-, 134 en google, 63 en blogger, 603 en twitter y, por supuesto, tantos y tantos anónimos que han dedicado aunque solo fuera un solo minuto a cada noticia, relato o artículo. De vosotros es el sin duda increíble logro de haber alcanzado, no sin dificultad y algún conato de rendición, estos tres años mucho más que mío y no hay mejor forma de agradecéroslo que llegar al cuarto año, aunque solo sea por acabar de una vez el relato de "Yo, Claudia Livila" -cabe destacar que eso mismo mismo dije el año pasado y aún estoy lejos de terminarlo, pero ¡qué no sea por intentarlo!-. Gracias de nuevo, mis queridos anónimos y no tan anónimos, y como siempre: ¡Larga vida a la diosa Vesta!


martes, 7 de julio de 2015

La dictadura de Sila

La reacción de Sila, ante el decreto popular que lo relevaba de su mando en Oriente -ver artículo anterior Livio Druso, Sulpicio Rufo y la cuestión de los aliados itálicos-, constituye, sin duda alguna, uno de los hitos fundamentales en la historia de la República romana. Gracias a las reformas de Mario, que había iniciado la profesionalización del ejército romano y dado lugar a las relaciones de clientela entre el general y sus soldados -ver artículo anterior Cayo Mario y los "populares"-, pudo Sila persuadir a sus cinco legiones, aproximadamente unos treinta mil hombres, de que marcharan contra Roma y contra el propio Mario, que entonces no poseía ninguna legión a su mando. Y así la ciudad fue ocupada por el ejército de Sila.
Era la primera vez que un ciudadano de Roma marchaba contra su propia ciudad, y, sin embargo, no sería el último. Con su acción, Sila no solamente transformó definitivamente al ejército en un factor político, en un instrumento de enorme importancia en el desarrollo posterior de los acontecimientos, sino que, además, convirtió en mera farsa legal a la constitución que él mismo, más tarde, intentaría en balde fortalecer y proteger, porque, a partir de este momento, la ley del más fuerte sería el factor decisivo de la vida del Estado romano: ya no se hablará tanto de las factiones de los optimates y los populares, como de partidarios de Sila, de Mario, de Pompeyo, de César...
De momento, Sila era el dueño absoluto de Roma, aunque solamente tuvo tiempo de imponerse con leves medidas de urgencia, por que la situación en Oriente empeoraba por momentos, exigiendo un inmediato traslado de sus legiones a Asia. Entre dichas medidas destacan que lograra que el Senado aboliera las propuestas legislativas de Sulpicio Rufo, que el tribuno, junto a Mario, y algunos de sus más destacados partidarios fueran declarados como enemigos públicos, y que la capacidad legislativa de la comitia tributa fuera transmitida a la comitia centuriata, que la oligarquía podía manipular con más facilidad. Todas sus medidas, por tanto, se dirigían a devolver su autoridad al Senado de Roma; y justo por ello, porque era un optimate, y con sus decisiones se había erigido en defensor del orden tradicional, no pudo manipular las elecciones, e impedir que, para el año 87 a.C. fuera elegido como cónsul, junto al optimate Cayo Octavio, Lucio Cornelio Cinna, un popular con claras simpatías por Mario. Sila sólo pudo exigirles a ambos que juraran respetar las leyes, y partió hacia Asia.
Pero Cinna no respetó ese juramento, y todo volvió a la situación anterior al golpe de Estado cuando el nuevo cónsul resucitó las propuestas de Sulpicio Rufo exigiendo, además, la concesión de una amnistía para los exiliados. Octavio, apoyado por la mayoría del Senado, le expulsó de Roma, y le desposeyó de su magistratura. La respuesta del ex cónsul no se hizo esperar: Cinna utilizó los mismos métodos que Sila, y, por segunda vez en menos de un año, Roma fue ocupada por sus propias legiones. Para entonces, las fuerzas de Cinna habían crecido con el apoyo de algunas comunidades itálicas -cuyas reivindicaciones había apoyado al intentar resucitar la legislación de Sulpicio Rufo- y por los exiliados de Sila, entre ellos Mario, hasta ese momento exiliado en África, quién llegaría a reclutar una legión de esclavos en Etruria. La entrada de Cinna y Mario en Roma, a finales del 87, estuvo acompañada por la matanza de quienes se les habían opuesto. Ambos se hicieron elegir cónsules para el año 86, pero la muerte repentina del general dejó a Lucio Cornelio Cinna como dueño absoluto de la situación.
Durante tres años (del 86 al 84), Cinna se hizo elegir, ininterrumpidamente, como cónsul, y en estos tres años intentó fortalecer su posición, tomando medidas que contentaran a los distintos grupos que le habían apoyado y preparándose para el regreso de Sila de Asia. Éste, tras varias victorias, con las que logró reconquistar los territorios conquistados por Mitrídates y reducirle, de nuevo, a su reino del Ponto, le obligó a firmar una apresurada paz en Dárdanos, pues “Sila, preocupado por sus enemigos en Italia deseaba regresar pronto a casa”1, es decir: sacrificó la seguridad exterior de la República a sus intereses personales. Sin embargo, no se marchó de inmediato: antes de ello, sometió a Asia -provincia romana que había apoyado a Mitrídates VI- a enormes impuestos, y dejó que sus soldados la saquearan; así, Sila logró los recursos necesarios para financiar una nueva guerra y garantizarse la fidelidad de su ejército, con el que, en el 83 a.C., se dispuso a invadir Italia.
Sila, además, preparó su retorno con una inteligente campaña de propaganda, con la que se atrajo a un buen sector del Senado. Algunos senadores, incluso, reunieron tropas adictas entre su clientela, y las pusieron a su servicio; tal fue el caso de dos futuros triunviros, Cneo Pompeyo, hijo de Estrabón, y Marco Licinio Craso. Cinna y su colega en el consulado de aquel año, Papirio Carbón, se hallaron por tanto con grandes dificultades para defender Italia. Sila no sólo contaba con un gran ejército, si no que, además, las propias tropas de Cinna se amotinaron, asesinándole, y las que permanecieron leales a Papirio, y a los cónsules que le sucedieron, fueron incapaces de detener el avance de Sila, tras que desembarcara en Brindisi en el 83. Un año después, Sila era, de nuevo, el dueño del Estado.
Para legalizar su posición, sin precedentes en la historia de la República romana, y para dar a Roma un gobierno legal tras la muerte de los dos cónsules, Sila obligó al Senado a elegirle como dictador, una magistratura de carácter extraordinario que había caído completamente en desuso ciento veinte años antes, tras finalizar la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.). Pero la dictadura de Sila supuso un cambio en la estructura del cargo, pues suprimió la tradicional limitación temporal a seis meses y redefinió sus competencias: utilizada antes para superar las crisis militares, se destinó, ahora, para la promulgación de leyes y la reorganización del Estado. Y eso fue lo que hizo Sila.
Todas sus medidas estuvieron orientadas, como optimate que era, a aumentar y a fortalecer el poder del Senado, que durante los conflictos civiles había quedado reducido a la mitad de sus miembros, y había sufrido una pérdida progresiva de autoridad. Por ello, Sila empezó por elevar el número de los senadores a seiscientos, duplicando su número tradicional; después, devolvió al Senado el control exclusivo de los tribunales, como paso previo para una reorganización del aparato judicial, que dio lugar al primer derecho penal de la historia de Roma. En cuanto a las magistraturas Sila estableció el orden en que debían conseguirse los cargos, la edad mínima y el período de tiempo que debía pasar antes de que, finalizado uno de los cargos, se pudiera optar al siguiente. Debido al incremento de las competencias del Senado, se elevó a ocho el número de pretores y a veinte la cantidad de cuestores. El tribunado de la plebe, que tanto había amenazado anteriormente a la oligarquía, fue sometido a una drástica reducción de sus poderes: volvió a necesitarse la autorización senatorial para aprobarse toda propuesta de ley tribunicia, pero, sobre todo, ejercer el tribunado impedía optar a cualquier otra magistratura. En las provincias, intentó proteger al Senado de la formación de poderes personales y de la amenaza de ejércitos personales; para ello, estableció que los dos cónsules y los ocho pretores cumplirían su cargo anual en Roma y que sólo después, como procónsules o propretores, dirigirían el gobierno de una provincia; así mismo, restringió la capacidad de maniobra de estos gobernadores de provincias, prohibiéndoles la entrada en Italia (cuya frontera señalaba el Rubicón) con sus tropas y traspasar el límite de su provincia sin autorización del Senado.
Pero, si por algo se conoce a Sila no es tanto por su gran reforma legislativa, como por ser inventor de la proscripción. En principio, el término solamente significaba que algo, en este caso una lista de nombres, era copiado y expuesto en público; pero con Sila, aquellas proscripciones se convirtieron en listas de enemigos de su régimen: cualquiera que apareciera en ellas podía ser asesinado con total impunidad; quedaba fijado un precio por su cabeza, ellos y sus descendientes perdían la ciudadanía romana y sus propiedades eran confiscadas para ser subastadas a bajo precio, proporcionando unos grandes beneficios a los partidarios del dictador;“hasta que Sila no hubo logrado que sus partidarios rebosasen riqueza, no se puso fin a la masacre”2.
“Sin embargo, su obra constitucional no pudo eliminar las causas profundas de la crisis política y la crisis social que estaba destruyendo la República. Y, de esas crisis, Sila era precisamente uno de los factores esenciales. Devolvió a una oligarquía, incapaz de hacer frente a los problemas del Imperio, el control del Estado, pero no logró atajar el problema fundamental: los personalismos y ambiciones individuales de poder. Por ello, no dejaría de pesar nunca sobre la república el peligro de una nueva dictadura militar, que el propio Sila había dado a conocer”3.
Sila realizó su obra en apenas dos años, tras los cuales tomó la sorprendente decisión de deponer su dictadura, a comienzos del 79. Falleció al año siguiente. Su muerte abre un período de treinta años, en los que la república oligárquica se transformó lentamente en una autocracia de carácter militar.

1 Tom Holland, Rubicón, página 107.
2 Cf. Salustio, La conspiración de Catilina, 51.
3 Roldán, Historia de Roma, página 214.

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*Fotografía 1: Supuesto retrato de Lucio Cornelio Sila en la Glyptothek de Munich
*Fotografía 2: El emperador Tiberio como cónsul, en el Museo del Louvre
*Fotografía 3: La ciudad de Roma durante los tiempos de la República. .Grabado de Friedich Polack, 1896

sábado, 4 de julio de 2015

Yo, Claudia Livila (XXXII)

Concluidas definitivamente las infinitas celebraciones del falso triunfo de Germánico se iniciaron los preparativos de la marcha de Druso al Ilírico. Mi marido estaba entusiasmado, deseoso de probar su valía tras que el levantamiento de Panonia por él sofocado constituyera, por culpa de su ineptitud y la intervención de Sejano, para sus intereses y ego un duro golpe y un rotundo fracaso. No lo estaba yo menos ante la perspectiva de verme libre de las mudas y constantes exigencias de Druso durante casi un año. Sin embargo, él parecía incapaz de renunciar a imponermelas y planteó la posibilidad de que yo, a imitación de Agripina, en esta ocasión le acompañara a las provincias y fronteras, un ruego que me sorprendió de enorme manera. La vez anterior, su partida había supuesto para ambos un alivio, un acuciante respiro, un urgente descanso, ¡un grito desesperado de soledad en el gélido y atroz desierto del Himeneo sagrado, un clamor de violenta repulsa, un aullido de asentado asco!... ahora no obstante parecía incapaz, inexplicablemente, de separarse de mi lado.. Menos mal que Tiberio, contrario por siempre a la presencia en los campamentos de mujeres, a quienes concebía como distracción y fuente de constantes problemas innecesarios, se negó de inmediato a su propuesta, argumentando que me precisaba para la administración de la casa y su cuidado, y yo respiré tranquila no solamente ante la perspectiva de no tener que abandonar a mi preciada hija bajo tu influencia maligna, expuesta a las astutas artes de Livia, o sometida a los ambiciones de Agripina, sino también de poder en ausencia de Druso entregarme por entero a mi pasión por Lucio Elio. Mi marido acató las órdenes de su padre, el César, como era de esperar, pero su entusiasmo por la campaña que esperaba le hiciera por fin brillar declinó un poco y, apenado, prometió escribirme, como ya hiciera mi Cayo, y aquel gesto, teñido de hermosos recuerdos a él ajenos, logró conmover mi corazón remendado. Cuando los festines en su honor y adiós concluyeron, y las armas se hubieron preparado, Druso cruzó las caducas murallas como si marchara directamente a la victoria y no a como mucho una diminuta y muy pronto olvidada gloria.
Y al verle alejarse así, ¿puedes creerlo?, sentí algo abrirse en mi pecho, una herida antigua, un profundo conocimiento, y aunque quise atribuirlos a la dolorosa semejanza de esa partida con aquella otra marcha que me haría a los dieciséis años viuda y desgraciada, y correr de inmediato a buscar en los brazos de Sejano lujuria, libertad y consuelo, hube de aceptar, atónita y confusa, que iba a echar a mi marido de menos... y antes de comprender qué estaba haciendo, insistí en acompañarlo, aunque solo fuera hasta el puerto adriático donde tomaría el barco hacia su cargo. Mi propia determinación a mi misma me extrañó, y luché contra ese sentimiento con todas las malas acciones y duras palabras que de Druso recibí en numerosos momentos. Sin embargo, pronto me rendía, y me veía riendo de las absurdas historias y torpes explicaciones que, para entretenerme, mi marido, aún sorprendido y otra vez exultante, desgranaba para mí a caballo junto a mi litera. Parecía el niño solitario y abandonado incapaz de creer su suerte cuando su madre por fin le hace caso por motivos extraños que el pequeño nunca se cuestiona porque ella por una vez le otorga lo que él tanto ansia, y aquel efecto mío tan claro sobre el poderoso comandante del Ilírico me conmovía al mismo tiempo que a mis ambiciones servía. Quizás solo así consiguiera -o al menos en los últimos años creía haber hecho avances a ese respecto- moldear a Druso a imagen y semejanza de los grandes héroes que el populacho idolatra y el Senado venera... No obstante, no era amor lo que mi marido por mí sentía, no me engaño: era necesidad de comprensión, de admiración, de halagos, y de cuidados, de sentirse imprescindible, adorado, único, estimado, valorado, poderoso y envidiado, de encontrar un hogar al que regresar cuanto el suyo en la infancia le fue negado... Administrada en su justa medida, pensaba, esa necesidad podría tornarse una virtud fuertemente constituida... Sumida aún en mis cavilaciones, pasamos la noche a bordo de la galera que al día siguiente se lo llevaría, y cuando ya anochecía, me hizo un regalo, el primero, si mal no recuerdo, desde el día aciago en que nos casáramos: un camafeo con nuestros rostros enfrentados. Le pregunté a que era debido, temiendo la forma en que me haría pagarle el obsequio. Respondió con una sonrisa que se habían cumplido ya catorce años de nuestra infausta e impuesta boda. Le observé horrorizada y atónita...
¡Catorce años! ¡¡Catorce años ya!! ¡Hécate, Juno y Venus, catorce años...! ¡Qué condena más infinita, qué castigo más largo! Y sin embargo... Las pocas alegrías y las muchas tristezas, nuestra hija, la resignación y la convivencia, el silencioso apoyo, el mutuo conocimiento fruto de la observación y la paciencia, la constatación de las numerosas limitaciones y la oculta grandeza, la repentina sorpresa al descubrir un gusto mutuo, las escasas victorias, los sueños y los planes comunes impuestos por los lazos matrimoniales, lo previsible y lo esperable, convertido por la fuerza de la costumbre en tierno y agradable, un gesto que transporta un buen recuerdo, la protección, la seguridad, el refugio, un lugar al que ambos llamábamos hogar... habían acabado haciendo mella en mi pecho y provocando el nacimiento en mi corazón de hierro de un sentimiento por Druso de permisible cariño auténtico, como el que nos inspira un amigo de hace mucho tiempo, cuyas virtudes amamos y defectos toleramos, no causando éstos la irritación de antaño, sino cierta ternura de la debilidad insolucionable que no deja de ser entrañable en cuanto porta anteriores momentos. El sentimiento recién descubierto, era hermoso, no lo niego, pero también amargo y tan patético... ¡Nadie ha compuesto odas a una simple ascua cuando es posible una hoguera portentosa! No es eso lo que debe de sentir una esposa, tan alejado de la pasión arrolladora, de la lujuria intensa, el sacrificio inmenso, la necesidad enfermiza, la ansiedad perpetua, la posesión, los celos, ¡el amor, en definitiva, auténtico! El deseo de amanecer recostada en su pecho, de dormir abrazada a su cuerpo, de no perder un momento, de experimentarlo todo, de saberlo todo, de verlo todo, ¡de perdernos! De no importar nada más que él bajo todo cuanto abarca el firmamento, de no concebir un pasado ni un mañana sin sentir su aliento, de no bastar esfuerzo para obtener una sonrisa, de no percibir secretos, el oído atento, el brazo dispuesto, el hombro para lamentos, la lengua dispuesta siempre para el consejo, el halago y el consuelo... Al lado de aquello, el cariño amorfo durante años cultivado e impuesto que Druso despertaba en mi pecho no era nada por lo que valiera la pena luchar ni perder el sueño. ¿Las mujeres que se llaman a sí mismas honradas se conforman sólo con eso? Migajas, deshechos... ¡Cuánta amargura y deseos insatisfechos hay en la fama eterna y el honor perpetuo! ¿Pueden decir que han sentido con toda la profundidad del verbo, o su corazón, destinado a redobles intensos y desbocado palpitar, no ha producido en su vida más que un mudo quejido, un oxidado lamento, un agónico estertor quedo? Esas mujeres no han vivido, y yo jamás quise eso. ¡Desgraciado Druso, que no pudo ser, ni para el Estado ni para el lecho, el hombre que yo hubiera querido! Quizás a alguna ilusa de sangre de hielo hubiera servido, pero yo, ambiciosa y orgullosa como cualquier mujer Claudia, siempre quise más de lo que se me daba, de lo obtenido, aunque fuera por medios más que ilícitos.

*Fotografías: "Miranda", "Miranda-La Tempestad", "Lamia y el Soldado", de John William Waterhouse