viernes, 19 de febrero de 2016

La taberna de Salvio

En la fachada, una maravillosa Ave Fénix, junto al eslogan "El ave fénix está satisfecho y tú también puedes estarlo", daban la bienvenida a la Taberna de Salvio, situada en una de las laderas del monte Quirinal. Al entrar, los clientes eran saludados por un gruñido y el ceño fruncido de su dueño y eran delatados por un pequeñísimo pigmeo desnudo de cobre que colgaba frente a la puerta, dispuesto a cortarse su miembro erecto, casi tan grande como él mismo, al tiempo que, de sus desmesurados testículos, colgaban lámparas de humeante aceite y diversas campanillas de tamaños diversos. Si bien la taberna tenía una amplia puerta a la calle, la mayor parte de ésta estaba bloqueada por un mostrador en forma de L: una sólida estructura de ladrillo, pintada de rojo, y cubierta por un remate de fragmentos de mármol, dispares en color y tamaño. Empotrados en su interior, custodiaba cuatro dolia de barro, repletos de habichuelas y frutos secos, mientras que en uno de los extremos vigilaba un diminuto recipiente de bronce -para calentar el vino de quién así lo deseara- y un hornillo aún más pequeño -para quién quisiera alguna comida para acompañar la bebida-. Las tinajas de vino estaban apoyadas contra la pared, tras el mostrador, y sobre ellas, estantes con vasos de vidrio y cerámica, y demás utensilios de la taberna: ánforas de bronce para las mezclas, embudos para trasladar el vino a las jarras desde las tinajas, las propias jarras -con forma de zorro, gallo, perro...-, platos baratos de cerámica, copas más elaboradas y algunos cuchillos mellados y algo torcidos. Al fondo, unas escaleras conducían al piso superior, vivienda de Salvio, y en el techo, unos ganchos de madera exhibían embutidos, verduras y carne. El local contaba, además, con un salón interior sin ventanas dotados de siete mesitas de tres patas y un mayor número de bancos móviles sin respaldo y banquetas. Las paredes, antaño, habían lucido elegantes pinturas: ahora, descoloridas, mostraban sin orgullo los dibujos y escritos de cuantiosas generaciones de clientes. Dos camareras atenían en esos momentos a sus descendientes: una era Salvia, hija del dueño, y no se tocaba; la otra era Procne, su esclava, y por ella siempre estaba dispuesto a negociar un precio, pero no a ceder la cama.

Fuera, bajo un cielo plomizo que amenazaba de continuo lluvia y en las calles donde corría con sumo estruendo el viento con dedos de hielo, el funeral había concluido. El César Claudio había quedado ya reducido a cenizas y el recuerdo, y tras el infinito luto y la larga celebración de la muerte, sus antiguos súbditos estaban ansiosos de disfrutar de los beneficios de la vida. En la taberna de Salvio, los mismos que apenas unas horas antes habían dado muestras de dolor infinito en el cercano Campo de Marte, donde el ajado cuerpo del César había ardido entre maderas caras y perfumes que embriagan los sentidos, ahora borrachos reían y gritaban pidiendo una nueva garra y en el salón interior, a pesar de la prohibición, corrían los dados sobre las mesas manchadas, incluso entre un pretoriano y el comerciante de peor fama del Esquilino, y las apuestas comenzaban a amenazar antiguos negocios y fortunas enteras. Procne apenas tenía espacio por donde pasar con las bandejas y estaba ya cansada de recibir propuestas para retirarse un momento al infecto callejón trasero donde la taberna arrojaba sus desperdicios y ella vendía pedazos de amor a mal precio. Pero nada importaba, porque por la puerta había visto asomar, un momento, el rostro de Lucio Gargilio. Con rapidez, aprovechando que Salvio estaba demasiado ocupado contando falsas proezas a un grupo de estúpidos adolescentes incapaces de soportar un mal vino ni conocer su auténtico precio, Procne huyó por la puerta. En el callejón, como otros muchos antes que él, Gargilio la esperaba visiblemente ansioso.

Él nunca la arrojaría a cambio de su afecto un puñado de monedas, porque todo cuando ella tenía ya se lo había entregado desesperada a cambio únicamente de promesas. Mientras la empujaba contra la pared y la subía la falda, Procne, aunque lo deseaba, no se engañaba: él nunca compraría su libertad, él nunca la sacaría de allí, él nunca se casaría con ella y jamás daría su nombre a los hijos que con ella tuviera. Puede que la amara, no lo sabía -nunca se lo preguntaría-, pero si de verdad lo hacía, no era suficiente para salvarla. Y sin embargo, mientras duraba aquel breve encuentro, ella se aferraba con uñas y dientes a esa mentira que hacía mucho más fácil peores momentos, que encendía una luz vacilante en una noche sombría, que daba esperanzas de una nueva vida. Cuando hubo acabado, se despidió de ella con una sonrisa. Procne volvió a sus bandejas, a sus jarras, a sus borrachos, a su vino y a sus apuestas, y durante algunos momentos fue feliz en una ensoñación efímera. Una ensoñación que, como siempre, se rompería, cuando las campanillas del pigmeo anunciaran con estrépito una nueva visita, y Gargilio saludara con afecto a Salvio, su futuro suegro, y depositara un casto beso en la frente de su hija.


Fotografías 1 y 2: Imágenes propias de dos tabernas de Herculano, en la última de las cuales se conservan aún las estanterías de madera carbonizada
Fotografía 3: Reconstrucción de una taberna a partir de las evidencias arqueológicas

viernes, 12 de febrero de 2016

La importancia de la dote en Roma

La dote poseía un valor bastante escaso en los inicios del período republicano, “en los que la posesión bienes mobiliarios no se tenía por habitual, o en los que el matrimonio consistiría en solo un lote de tierras a menudo no enajenables, conforme a la tradición patriarcal”1 La dote no suponía, por lo tanto, en tales momentos, un incremento de la riqueza para cualquier marido, resultando más bien una simple compensación por la llegada de una mujer joven a la familia. Esta mínima dote no podía ser gastada, si no que debía de invertirse, por lo general, de forma completa en la compra de tierras, quedando destinados sus réditos únicamente al mantenimiento de la casa. Se comprende así que al menos en los primeros siglos de la República la cuestión de la dote debió haber sido sin duda un aspecto bastante secundario cuando un padre se hallaba ante la necesidad de escoger una nuera. Un ejemplo de ello es Emilio Paulo, futuro vencedor del rey Perseo en la III Guerra Macedónica, quién no dudó en dar en matrimonio a su hija Emilia Prima a Q. Aelio Tubero, un joven miembro de la gens Aelia, considerada como una de las más ilustres y prestigiosas de Roma, pero que, a principios del siglo II a.C., no poseía más que una pequeña finca rural en la que convivían dieciséis personas. Tras vencer en Macedonia, Emilio Paulo regalaría a su yerno unas cinco libras de plata extraídas del botín, suma que parecería ridícula tan solo unas décadas más tarde2.
Una generación más tarde, otro yerno de Emilio Paulo, Publio Cornelio Escipión Africano3, quién se encontraba en Hispania luchando contra los cartagineses, escribió al Senado de Roma para pedir que se le relevara del mando a fin de regresar a la ciudad y reunir la dote necesaria para una de sus hijas, que se encontraba ya en la edad de casarse; el Senado, que juzgó que en tales momentos no podía ser reemplazado, y de acuerdo con la madre de la joven y un consejo de los más allegados, fijó la cifra de la dote que sería descontada del tesoro público. La suma era más de 40.000 libras de bronce, lo que demuestra a Valerio Máximo4 la mediocridad de las fortunas de ese tiempo. Sin embargo, la cifra se encuentra muy alejada de las cinco libras de plata que solo unos años antes recibiera Q.Aelio Tubero de manos de su suegro, lo que nos indica que las cosas estaban cambiando muy rápidamente.
La razón de ello podemos encontrarla en la II Guerra Púnica. En las batallas de Trasimeno y Cannas, el ejército romano había sufrido las derrotas más dolorosas de su Historia. Solo en Cannas, Aníbal aniquiló a tantos hombres que, como dice Tito Livio, “no existía ninguna madre que no fuera alcanzada por la aflicción”: la cifra de bajas, en concreto, oscila entre los 50.000 y 70.000 romanos, con otros 3.000 o 4.500 hechos prisioneros5; entre todos los fallecidos se encontraba Emilio Paulo, los dos cónsules, dos cuestores, veintinueve de los cuarenta ocho tribunos militares, y unos ochenta senadores6. Tan abultada lista de pérdidas humanas obligó en el año 216 a.C. a suspender el ritual anual de Ceres que solo podía ser celebrado por mujeres, ya que las que llevaban luto eran mayoría y no podían participar. Debido a esta escasez de hombres, Roma se vio obligada a hacer una leva de emergencia de adolescentes y 8.000 esclavos7 Aníbal, más tarde, ofrecería a Roma el rescate de unos 8.000 prisioneros. Las mujeres imploraron al Senado el rescate de sus hijos, hermanos y esposos, pero sus miembros se negaron al pago, a pesar de que muchos de estos prisioneros pertenecían a la clase alta y la gran parte estaban además emparentados con senadores. Las consecuencias de su decisión y la derrota previa no tardarían en hacerse sentir: al año siguiente, el número de ciudadanos que habría de ser elegido para que pagaran los impuestos sobre la propiedad era tan ínfimo por las bajas en las batallas de Trasimeno y Cannas que el tributo fue insuficiente para cubrir las necesidades del Estado8.
Como los hombres habían muerto, sus propiedades debieron de repartirse entre los miembros supervivientes de las familias. Hubo muchísimas mujeres y niños entre los beneficiados, puesto que muchos romanos habían muerto sin testar, y “de acuerdo con las leyes sobre la sucesión sin testar, los hijos y las hijas se distribuyeron las herencias a partes iguales. Por decirlo crudamente, en el momento en que sus padres y hermanos fueron aniquilados por Aníbal Barca, la parte de riqueza en poder de las mujeres aumentó”9. Sin duda fue el intento de restringir el tamaño y cantidad de las súbitas fortunas femeninas lo que condujo en 215 a.C., solo un año después de la batalla de Cannas, a la aprobación de la Lex Oppia, que no solo limitaba a las mujeres la suma de oro disponible, si no también les prohibía llevar vestidos teñidos de púrpura o el pasear en carruajes hasta una milla de la ciudad de Roma o en los pueblos de campo romanos, excepto en caso de ceremonias religiosas10.
La medida no tardaría en verse respaldada por la Lex Voconia de 169 a.C., lo que podría sin duda indicar la relativa ineficacia de la Lex Oppia para limitar la riqueza femenina y su exhibición. Esta nueva ley atacaba directamente la raíz del problema, reduciendo considerablemente la cantidad de riqueza que podía ser heredada por las mujeres de clase alta. En caso de no haber testamento, las únicas mujeres que podían heredar eran las hermanas del difunto. En cualquier caso, las mujeres no podían ser designadas herederas de un gran patrimonio: podían recibir bienes únicamente en calidad de legado, pero nunca en una cantidad que excediera a lo recibido por el heredero, o por el conjunto de los mismos.
Ahora bien, no solo las guerras contra Cartago habría causado que se llegara a una situación económica tan favorable para la mujer. “Las disposiciones previas que existían en la Ley de las XII Tablas sobre la igualdad hereditaria entre las hijas y la libertad para consignar cláusulas favorables a las mujeres, unidos a una creciente tendencia a las familias pequeñas, habría permitido que una gran cantidad de riqueza cayera en manos de las mujeres”11. Cierto que las restricciones y prohibiciones impuestas tanto por la Lex Oppia como por la Lex Voconia trataron de impedir que cualquier mujer de la élite manejara y dispusiera con libertad de los bienes heredados de una y otra manera, incluso pretendieron limitar el tamaño de los mismos a la mínima expresión, pero ambas se encontraron con la misma barrera insalvable que impedía su completo cumplimiento o, al menos, una aplicación más o menos satisfactoria.
Se trata, en concreto, del debilitamiento de la tutela y autoridad del varón sobre la mujer. El creciente imperialismo romano y una constante multiplicación de los conflictos armados provocó la continuada ausencia de los hombres de la ciudad, enfrascados en los asuntos bélicos o de gobierno en provincias cada vez más lejanas, una situación que les impedía ejercer de forma prolongada su control y autoridad sobre las mujeres de su entorno. Esto permitiría que se asentase e incrementase la independencia económica de la mujer, acompañado del aumento de su autonomía familiar y social: la romana adquiría así por separado, por si misma, una entidad y una personalidad propias, cada vez menos vinculadas al varón.
El matrimonio, además, cobra una importancia económica que, como ya viéramos, no poseía en los primeros años de la República: la fortuna de la mujer se convierte en un medio de repentino y rápido enriquecimiento para su futuro marido o la familia de éste, una forma de resarcirse de alguna mala inversión o un negocio pésimo, o de impulsar un cursus honorum mediante los gastos públicos que generen votantes, aliados o clientes. Esta nueva realidad contribuirá a continuar minando poco a poco los cimientos de la tutela y el control masculinos, no solo dañados por prolongadas ausencias, si no también porque, el hecho de poseer la esposa una capacidad monetaria igual o superior a la de su marido contribuye a que el desequilibrio de la balanza de poder entre hombre y mujer se reduzca, aunque únicamente en el interior del matrimonio. Asistimos pues a la ruptura del ideal de esposa romana (ver artículo: El arquetipo de esposa romana según la literatura latina)
La nueva situación queda perfectamente ilustrada por boca de Megadoro, el viejo avaro de una de las obras de Plauto12, quién recogió el descontento de varios maridos romanos cuando afirma que prefiere a mujeres sin dote ya que son más sumisas y en caso de divorcio hay que devolverla:
“MEGADORO: (...) Que se casen con quien quieran, con tal de que no aporten dote. Si esto fuera así procurarían adquirir mejores costumbres para llevar al matrimonio, en vez de la dote que llevan ahora (…) Así ninguna podría decir: “Yo te he traído una dote mucho mayor que tu fortuna, Así pues, es justo que me proporciones púrpura, oro, criadas, mulas, muleros, lacayos, recaderos y carruajes para pasear” (…) Hoy en día, adondequiera que vaya puedo ver más carros en una casa de ciudad que en el campo, cuando vas a una finca. Y eso aún no es nada comparado con esas facturas que te pasan de sus gastos. Ahí está el batanero, el bordador, el joyero, el tejedor de lino, los vendedores de bandas, los camiseros, los tintoreros de color fuego, los de color violeta, los de color nogal, los fabricantes de túnicas o de perfumes (...) Y cuanto ya creías haberlos por fin despachado, vienen a pasar su factura otros trescientos; ahí están en tu atrio los fabricantes de los bolsos, los tejedores de bandas y los fabricantes de cofres. Se les hace pasar y se les paga Y cuando creías haberlos despachado otra vez, entonces llegarán los tintoreros del color azafrán (…) En fin, siempre hay algún maldito que te viene a pasar factura”
Megadoro no hace nada más que reflejar en sus quejas ese marco histórico que contempló y favoreció el cambio operado en la situación de la mujer, ya que en el siglo II a.C. se dio un período de continuo crecimiento del lujo y de la riqueza de la clase alta. Así cuando Emilia Tertia, esposa de Escipión Africano, falleció, dejó tantísima riqueza a su heredero directo, Publio Escipión Emiliano, que éste fue capaz en un solo día de abonar los 25 talentos de oro pendientes de pago de la dote de sus dos tías adoptivas, es decir, un total de 50 talentos de oro13
Serán principalmente los contactos con Oriente, a partir de las guerras macedónicas, los que hagan descubrir a los romanos los lujos y los excesos; debido al considerable aumento de la riqueza en manos femeninas la acusación de derroche económico y gastos superfluos, como la de Megadoro, se convertirá pronto en un ataque convencional contra la mujer, ejemplificada no solo en la compra de productos caros si no también en el continuo pago a adivinas, hechiceras, o cualquier otro tipo de superstición inútil:
“PERIPLECTOMENO: Porque sería agradable casarse con una buena esposa (…) Si en cualquier lugar del mundo pudiera encontrarse tal mirlo blanco. Pero yo no estoy dispuesto a casarme con una mujer que jamás me dirá: “Marido mío, cómprame lana para que yo te haga una capa suave y caliente y unas gruesas túnicas para que no pases frío en el invierno”. Esas palabras nunca saldrían de la boca de una esposa, sino que antes de que cantasen los gallos me despertaría para decirme: “Marido mío, dame dinero para hacerle un regalo a mi madre en las fiestas de las calendas, dame dinero para hacer las conservas, dame dinero para dárselo (…)a la hechicera, a la intérprete de sueños, a la adivina, a la arúspice. Sería una infamia no enviar nada a la que lee las cejas. Y no sería de buen corazón dejar sin obsequio a la que plisa las túnicas” (…). Estos y otros muchos derroches similares propios de las mujeres son los que me hacen sin duda desistir de casar con una mujer, que me calentaría la cabeza con pláticas parecidas”14
Las quejas masculinas recogidas por Plauto no se deben solo al despilfarro económico o los gastos absurdos a los que según el estereotipo se entregan las mujeres con mayores fortunas que sus maridos, sino sobre todo al hecho de que determinadas esposas-quizás la gran mayoría-no permitían a sus cónyuges administrar los bienes que ellas aportaban a su matrimonio, siendo, por el contrario, ellas quienes decidían en qué se gastaban y en dónde se invertían. Eso nos indica que las mujeres ya eran plenamente conscientes de su importancia económica y del papel que la misma juzgaba dentro de su matrimonio, de ahí que la imaginaria esposa de Megadoro se atreviera a espetarle a su marido: “Yo te he traído una dote mucho mayor que tu fortuna. Así pues, es justo que me proporciones oro, púrpura, criadas, mulas, lacayos, recaderos y carruajes”, en lugar de obedecerle y guardar silencio.
El hombre, endeudado por los ingentes dispendios que debe realizar para poder optar a cada cargo político o para llevar a cabo algún negocio, puede convertirse sin desearlo en dependiente del dinero de su esposa y verse abocado, como Megadoro, o Periplectomeno, a obedecer las órdenes de una mujer, presentadas aquí y en otros autores como irracionales, perniciosas y despóticas. El varón abandonaría de esta forma su carácter activo, que le es natural y propio, para convertirse en otro ser, sometido, sumiso, feminizado. Plauto expresa pues el temor de muchos hombres en su obra con la apariencia de una burla: así pues, al quejarse de los descabellados gastos y estúpidos pagos que una esposa les obliga a hacer, con la intención de reírse de ella, en realidad los hombres se están ridiculizando también a sí mismos.


*********
1GRIMAL, P.: El amor en la Roma antigua, Madrid, 2012, 96
2VALERIO MAXIMO, IV, 4, 9
3Casado con Emilia Tertia, hija de un segundo matrimonio de Emilio Paulo
4VALERIO MAXIMO, IV, 4, 10
5TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XXII, 56
6 Dado que el Senado romano de la época estaba compuesto por unos 300 hombres, la cifra supone aproximadamente un 25 o 30 % del total; así mismo, si tal como hemos dicho, entre 53.000 y 74.500 romanos de una fuerza original de unos 87.000 hombres fueron muertos o capturados en la batalla, eso supone la pérdida de casi el 85% del ejército Cf. COTTRELL, L: Enemy of Rome, Londres, 1965.
7 TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XXXIV, 6, 15; PLUTARCO, Fabio Máximo, XVIII, 1-2; VALERIO MAXIMO, I, 1, 15
8 TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XX, 60, 1-3; XXII, 57, 9-12;
9 GRIMAL, P.: El amor en la Roma antigua, Madrid, 2012, 104
10 TITO LIVIO, Ab Urbe condita, XXXIV, 1-8; TACITO, Annales, III, 34; VALERIO MAXIMO, IX, 1, 3
11 POMEROY, S.B: Diosas, rameras, esposas y esclavas. Mujeres en la antigüedad clásica, Madrid, 1987, 202-203
12 PLAUTO, Aulilaria, 491 y ss.
13 VALERIO MAXIMO, IV, 4, 1
14 PLAUTO, Miles gloriosus, 685 y ss.