sábado, 22 de agosto de 2015

Cerrado por vacaciones



No pretendas saber, Leucónoe, pues no está permitido, qué fin reservan los dioses a tu vida y a la mía, ni consultes los números babilónicos. Mejor será aceptar lo que venga, ya sean muchos los años que Júpiter te conceda, o sea éste el último en que ves romperse las olas del Tirreno contra los escollos opuestos a su furor. Sé prudente, bebe buen vino y reduce al breve espacio de tu existencia las esperanzas largas. Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso. Vive el día de hoy. Captúralo. No confíes demasiado en el incierto mañana.

(Carminium I, 11. Horacio)

Nos vemos otra vez en Septiembre...

miércoles, 19 de agosto de 2015

El asesinato de Julio César

La oposición a César.
En un principio -tras finalizar la campaña de África y recibir César el cargo de dictador-, aunque los honores y cargos acordados para César lo elevaban muy por encima de la tradicional igualdad de la aristocracia romana, la limitación temporal de la dictadura a diez años, y de los poderes de censor a tres, podían dar la impresión de que el poder absoluto de César era un situación temporal que, tarde o temprano, habría conducido de nuevo a la restauración de la república, como en otro tiempo había ocurrido con Sila. Al fin y al cabo, Roma no tenía experiencias, tradiciones, o ejemplos de otro tipo, para una situación como la de César, salvo el modelo de Sila, de ahí que se esperara que el dictador recién designado se encargara de la restauración de la república y de su reorganización política, para después deponer su cargo, como ya hizo, antes que él, el dictador fallecido1.
La propia actitud de César, en principio, parecía dar la razón a esta esperanza: al aceptar los honores que el Senado acumulaba sobre su cabeza, “César aceptaba tácitamente la constitución”2; el propio dictador, además, parecía ratificar dicha esperanza al no contradecirla ni expresar de forma clara su intención de fundar un nuevo orden. De hecho, en el ámbito legislativo, como hemos visto, César se mantuvo dentro de la tradición, aunque esta actitud estuviera en clara contradicción con su paulatina acumulación de poderes y su progresiva construcción de una posición de poder sobre el Estado. Así, cuando César se vio forzado a abandonar Roma para dirigir la campaña de Hispania, contra los hijos de Pompeyo, los romanos debieron creer que eso se trataba sólo de un aplazamiento inevitable
Sin embargo, la esperanza de que César restaurara la República debió ir desvaneciéndose día a día a medida que el dictador, tras regresar de Hispania, lejos de restaurar las instituciones tradicionales y darlas nueva vida, las utilizaba y modificaba a voluntad, lo que suponía un claro desprecio al orden tradicional; otra evidencia de ello era la gestión estatal del dictador, que, ignorando a las asambleas, al Senado y a las magistraturas, se apoyaba en sus partidarios más cercanos para gobernar. La última esperanza que podía quedarles a los partidarios de la República debió desvanecerse el día en que César decidió aceptar, como consecuencia de que un decreto senatorial, la dictadura vitalicia
La última esperanza que podían tener los partidarios de la República de que el gobierno anómalo de César fuera provisional, debió desaparecer así en febrero del 44, pues la decisión no significaba otra cosa que el último paso, de hecho, hacía la autocracia, con un título que a duras penas podía ocultar su calidad de monarca Cuando, más tarde, César anunció que partiría pronto para la guerra contra el imperio parto, y designó a las personas que ocuparían los cargos políticos en los próximos años, ya que estaría ausente de Roma durante mucho tiempo, ya nadie debió hacerse ilusiones de que César tuviera la intención de retirarse del poder, como Sila, y restaurar la vieja y difunta República.
Por otro lado, la política de conciliación llevada a cabo por César, su intento de atraerse el apoyo de todos los sectores de la sociedad y finalizar las luchas internas, fracasó y se volvió en su contra, por que no se puede contentar a todo el mundo demasiado tiempo Su anterior adhesión al factio popular y las innovaciones constitucionales, que restringían el poder de la nobleza para incrementar el poder de César, introducidas por éste tras vencer a los hijos de Pompeyo, sólo podían lograrle el rechazo de la clase dirigente. En cuanto a la plebe, el hecho de que se volviera hacia los poderosos y la crisis económica de esta 5ª década de siglo3-cuya culpa era, obviamente, atribuida al dictador-tuvieron que suponer a César la pérdida de simpatías también entre ésta, y, por lo tanto, la reducción de esa base social en la que siempre se apoyó. Asimismo, no debió ser menor el descontento del orden ecuestre: a la crisis económica ya mencionada, se añadían una serie de medidas adoptadas por César -como la obligación de contratar al menos a un tercio de trabajadores libres para los latifundios o las relativas a las deudas-que afectaban claramente a sus negocios. Tampoco debemos ignorar a los enemigos de César que el dictador había perdonado, como Casio o Bruto, pero que en muchos casos no debieron estar dispuestos a olvidar. Toda esta oposición a César seguramente creció, a su vez, aún más, como rechazo a la aspiración monárquica que el dictador mostraba y a las medidas anticonstitucionales de éste, como, por ejemplo, la deposición de los tribunos4 o la manipulación de las elecciones.
Pero lo más grave fue, sin duda, el alejamiento de César de sus propios partidarios y el rechazo final de éstos a su monarquía, en cuya instauración habían colaborado, como manifiesta el hecho de que algunos de ellos, como Décimo Bruto o Cayo Trebonio, participasen en la conspiración que acabó con su vida, o que Antonio, tras el asesinato de César, aprobara un decreto por el que se eliminaba para siempre la dictadura del cuadro constitucional romano5. Esta tendencia final “anti-monárquica” de los partidarios de César y su oposición al mismo, tras sus primeros años como fieles seguidores del dictador, queda reflejada más ampliamente en la carta que Asinio Polión envía a Cicerón un año después de la muerte de César, exactamente el día 16 de marzo del 43 a.C.6:

“Por César -dice Asinio Polión intentando justificar su actitud durante la vida del dictador- he sentido afecto y ha mantenido hacía él respeto y lealtad. Y lo he hecho porque él, en la cumbre del éxito, me ha tratado a mí, al que apenas conocía, como un amigo. (...) Que una conducta tal me haya ocasionado el odio por parte de algunos, ha sido para mí muy instructivo: me ha enseñado lo bella y dulce que es la libertad y lo infeliz que es, en cambio, la vida bajo la dominación. Por lo tanto, si la cuestión que está ahora sobre la mesa es la de entregar el poder en las manos de uno, cualquiera que éste sea, yo ya desde ahora me declaro su enemigo, y no hay peligro que no afronte por la libertad”

Todo eso “revela que la visión del mundo (de los partidarios de César) estaba fuertemente enraizada en una posición determinada, aunque ellos mismos no fuesen conscientes de esto”7. Así, siguiendo la línea tradicional, había apoyado a su benefactor, César, y habían recibido a cambio las recompensas ganadas con tal apoyo; pero, una vez convertidos en pretores, o en cónsules, gracias al patrocinio de César, debieron comprobar que las posibilidades de hacer carrera política, normalmente unidas a los cargos, se había reducido enormemente, y fue seguramente entonces cuando comenzaron a añorar las libertades del sistema republicano, que mientras estaban en los peldaños más bajos les habían importado muy poco El propio Asinio, que así habla a favor de la libertad, omite intencionadamente que él no tuvo reparos de beneficiarse el año anterior de su designación por César como gobernador de Hispania8, sacando, de esta forma, provecho de vivir “bajo la dominación”.
Quizás sus propios partidarios dejaron de entender a César, no comprendían hasta donde pretendía llegar después de la dictador, y, seguramente, ciertas medidas de éste debieron de molestarles, como por ejemplo, que tras perdonarlos, promocionara en sus carreras política a sus antiguos adversarios, como Marco Bruto, frente a ellos, que habían estado con él desde el primer momento. De cualquier modo, “es difícil penetrar en los meandros de la psicología gregaria que gira en torno a un líder, que galvaniza en torno a su propia persona devoción, admiración, envidia y resentimiento. Esos factores pesan mucho en las decisiones de sus adeptos junto a otros muchos: la rebelión autoritaria de César, la infinita guerra civil, la atracción que ejercen los grupos de poder en vida y también la rivalidad en el ámbito del entorno del dictador, soberano repartidor de ascensos y retrocesos a los componentes de esa elite que se había constituido y ampliado desmesuradamente en torno al vencedor”9.
En conclusión la política conciliadora de César, conservadora a la vez que popular, llevó al dictador posiblemente a la incomprensión y a la perplejidad incluso de sus propios partidarios, y, finalmente, al aislamiento y la pérdida de apoyos.


La conspiración contra el dictador.

Sin embargo, sólo un grupo muy pequeño se planteó, seriamente, la posibilidad de asesinar a César: Sesenta senadores-60 de 900-encabezados por Marco Junio Bruto y Cayo Casio Longino10, de los que únicamente se saben 18 nombres11. ¿La causa? “Es mejor una monarquía ilegal que una guerra civil”12. Es bastante significativo que fuera Favonio -un “admirador de Catón”, que, más tarde, moriría en la batalla de Filipos luchando a favor de los cesaricidas-el que diera esta respuesta a Bruto cuando éste intentó convencerle para que participara junto a él en la conspiración contra César.
Para entender la respuesta de Favonio a Bruto y el porqué sólo una minoría se planteó asesinar a su dictador, cuando en el apartado anterior ha quedado constatado la gran oposición a éste, debemos de tener en cuenta que la guerra civil, finalizada apenas unos meses antes del asesinato, había afectado profundamente a la vida de los romanos: ciudadanos muertos en el conflicto, que, en algunos casos, dejaron, tras de sí, una familia que, sin su pater familias, no tendrían ningún medio de subsistencia; ciudades arrasadas; cosechas destruidas, sin cultivar o sin cosechar en varias regiones, lo que generó hambruna y afectó a la economía; clientes cuyos patronos habían fallecido combatiendo, lo que, sin duda, perturbó gravemente su economía particular; desempleo; desarticulación del comercio; crisis económica y demográfica-todo lo cual afectó a los negocios de los senadores y de los caballeros; los miles de veteranos de César, que, en la espera de que se les asignasen tierras, carecían de medios de vida; los veteranos de Pompeyo, y de otros ejércitos que habían combatido contra el dictador, cuyo destino era mucho más incierto que el de todos los veteranos de César…
Pero cuando Favonio hablaba de esta forma, seguramente no pensaba sólo en el conflicto que había finalizado recientemente, si no que, al igual que Cicerón en su Pro Marcello13, temía que se desataran nuevas luchas por el poder-conduciendo inevitablemente a otra guerra civil-si el dictador moría o se retiraba antes de tiempo. En este contexto, es lógico pensar que la mayoría de los romanos, aunque fuesen contrarios a la dictadura de César, como Favonio o Cicerón, debieron concebir ésta como un “mal menor”, la forma de obtener “alivio y descanso después de todos los males de la guerra civil”14. Por otro lado, es importante tener en cuenta que la pérdida de libertad y poder a favor de César sólo afectó, en realidad, a una clase dirigente muy pequeña, aunque bastante “ruidosa”, que fue la que se planteó asesinar al dictador, seguramente por este motivo.
Con todo, no era la primera vez que se conspiraba contra la vida de César. Se conocen al menos tres intentos, sin contar con el del 44, de matar a César El primero, sólo mencionado por Suetonio, fue el de Filemón, “esclavo y secretario suyo, que prometió a sus enemigos envenenarle”15, por lo que se le condenó a muerte. El segundo fue curiosamente protagonizado por el propio Casio: lo conocemos a través de Cicerón16, amigo íntimo de éste y con el que solía intercambiar correspondencia, por lo que no podemos dudar de la veracidad de sus palabras; al parecer, el verdadero motivo por el que Casio abandonó a Pompeyo en el 47 y, presentándose en Cilicia ante el dictador, se convirtió en su legado17, fue para atentar contra la vida de éste, pero el atentado fracasó por casualidad: César debía atracar en una de las orillas del río Cidno, y, en cambio, inesperadamente, atracó en la orilla opuesto. Todo el episodio sin embargo permanece bastante oscuro: Cicerón no nos explica porqué Casio no volvió a intentar matar a César hasta tres años después, sirviéndole lealmente durante este período, ni si el dictador llegó a conocer o no las verdaderas intenciones de Casio en Cilicia, o si Pompeyo conocía, estaba implicado o había instigado el intento de asesinato.
En el tercer intento, que conocemos principalmente por Plutarco, estuvieron implicados Trebonio y el propio Marco Antonio18. Tuvo lugar aproximadamente en el 45, en la Galia Narbonense, partiendo el primer impulso de Trebonio, quién intentó convencer sin éxito a Antonio para que participara. El episodio, sin embargo, no parece tratarse de una conspiración propiamente dicha, sino solamente de un proyecto, fruto de una disidencia dentro del bando cesariano, pues, al parecer, Trebonio no llegó a atentar entonces contra César. Con todo, este “tercer intento” se ha considerado por varios autores como una prueba más de que Antonio pudo estar implicado en el asesinato del 44, junto con ciertos hechos o actitudes de éste, como, por ejemplo, el hecho de que no denunciara nunca aquel intento a César, o que fuera el propio Trebonio quién le entretuviera en la antesala del senado el día en que se asesinó a César19. Ahora bien, Plutarco deja claro que, aunque los conspiradores pensaron en incluirle en el asesinato, finalmente descartaron la idea. ¿Por qué? Seguramente porque Antonio, pese a que parece que en el 45 pensó en atentar contra César20, en el 44 se hubiera negado, ya que la situación de Antonio para con César era diferente; en el 45, Antonio tenía motivos, si bien personales, para estar enemistado con el dictador, e incluso, para poder pensar en atentar contra él: César le había retirado su favor21, deponiéndole de su cargo de magister equitum, que entregó a Lépido, y alejándole de las campañas de África e Hispania, debido al mal gobierno de Antonio en Italia22-que César le encargara mientras se encontraba en Alejandría- el cual llevó a la revuelta de Dolabella23, que Antonio reprimió demasiado brutalmente. Sin embargo, en el 44, Antonio había recobrado el favor del dictador, pues éste le nombró cónsul, junto a él, de aquel año, aunque Lépido siguió siendo el magister equitum.
Ahora bien, si Antonio se movió por motivos personales a la hora de decidir su participación en un atentado contra César, no están tan claras las motivaciones de las demás personas que lo intentaron. Con respecto a los implicados en el asesinato del 44, hace unos años había autores que consideraban que “los asesinos de César esperaban resucitar lo que se llamaba el partido pompeyano”24. Nada más lejos de la realidad: en primer lugar, porque la conspiración del 44 no estuvo formada solamente por antiguos pompeyanos, como Bruto y Casio, sino también por ex cesarianos, como Cayo Trebonio o Décimo Bruto; y en segundo lugar, porque entre Sexto, el hijo superviviente de Pompeyo,-alzado en armas contra César tres años después de la muerte de su padre y no derrotado hasta Octaviano- y los cesaricidas no se constituyó ningún frente común: del 43 en adelante, los cesarianos librarán las dos guerras por separado. El propio Casio manifestaba todo su odio y desprecio por Sexto Pompeyo en algunas de las cartas que, aún después de la muerte de César, continuaba escribiendo a Cicerón25.
A parte de esta teoría sobre su posible intención de resucitar el partido pompeyano, existen también otras explicaciones sobre los motivos que debieron guiar a los conspiradores, dependiendo de cual sea la opinión de los investigadores respecto a los propósitos políticos de César: así, el que cree que el dictador aspiraba a la monarquía, valorará su muerte con acto de liberación llevado a cabo por los verdaderos republicanos patrióticos, como, por ejemplo, Suetonio26; en cambio, los que rechazan esta aspiración monárquica verán en la justificación de la libertad sólo un pretexto para ocultar motivos más personales que políticos, como todos aquellos autores influidos por la propaganda augusta; por última, algunos autores, como Roldán, reconocen que parte de ellos tuvieron motivos idealistas.
Personalmente, considero que estas tres últimas hipótesis tienen una parte de verdad; al fin y al cabo la conspiración que acabó con la vida de César estaba compuesta por grupos muy heterogéneos con intereses contrapuestos que hasta hacía unos meses -ya fuese como antiguos pompeyanos o antiguos cesarianos-habían combatido entre sí. Seguramente, no sólo fuesen ex partidarios de Pompeyo o de César, sino que, también, algunos se inclinasen por la ideología de la factio optimate, más propia de los pompeyanos, y otros fueran populares, como la mayoría de los partidarios de César, por lo que sus objetivos debieron ser distintos, y por lo tanto también sus motivaciones. De ahí que discutieran constantemente por asuntos tan insignificantes27 como, por ejemplo, donde matar a César Otra prueba de esto es que una vez logrado el objetivo común, es decir, asesinar al dictador, los conspiradores se dispersaron e, incluso, se volvieron unos contra otros, de ahí que Casio, por ejemplo-cuando todavía estaba vigente la paz entre cesarianos y cesaricidas-luche contra las tropas pompeyanas de Cecilio, otro de los asesinos de César, amotinadas en Siria en marzo del año 43 a.C.28
Los elementos aglutinantes de estos grupos heterogéneos existentes dentro de la conspiración del 44 fueron posiblemente, en primer lugar un objetivo común-asesinar a César-y en segundo lugar Marco Junio Bruto, reclutado por Casio29 posiblemente para que valiera de figura simbólica “que diera valor a la empresa y la hiciera parecer justa con solo el hecho de concurrir en ella”30-ya que se consideraba que Bruto descendía de ese otro Bruto que expulsó a los últimos reyes31-y porque su posición neutral permitía agrupar en torno a él diferentes tendencias políticas y objetivos dispares, pues era sobrino de Catón32, había luchado junto a Pompeyo33 y era uno de los predilectos de César; de hecho, Plutarco nos dice que “fue la reputación de Bruto lo que atrajo a los más” y su capacidad de agrupar en torno a personas de diferentes tendencias políticas y objetivos dispares queda demostrada en el hecho de que fuese capaz de convencer a un cesariano como Décimo Bruto34 y a un pompeyano como Ligario35 de que participasen en la conspiración que acabó con la vida de César en los idus de marzo.

Los Idus de Marzo del año 44 a.C.36

El 15 de marzo del 44 a.C, dos meses después de que fuera declarado dictador vitalicio y cuatro días antes de que partiera para iniciar la campaña contra los partos37, César acudió a la sesión del Senado, convocada en la sala de reuniones adyacente al teatro de Pompeyo, a pesar de los rumores sobre una complot contra su vida, en contra de las advertencias de sus allegados, e ignorando todos los malos presagios Hacia el mediodía entró en la sala y ocupó su asiento honorífico mientras Marco Antonio, colega de César en el consulado de este año, era entretenido en la antesala por Trebonio, uno de los conspiradores. El resto, encabezados por Bruto y Casio, rodearon a César antes de que comenzara la sesión con el pretexto de pedirle algo, y, a una señal, parte de ellos hundieron en su cuerpo las dagas que habían ocultado bajo las togas mientras el resto se aseguraba de que nadie interviniera en ayuda del dictador. César, herido por 23 puñaladas38, cayó muerto a los pies de la estatua de Pompeyo39.

El fracaso de los conspiradores y las consecuencias de su acto.

Los conspiradores, al parecer, no habían planeado lo que debía ocurrir después del asesinato, entre otras razones porque entre la clase dirigente romana seguía habiendo un amplio consenso en contra de la monarquía y a favor de la república, como demuestra la gran oposición contra César suscitada por sus aspiraciones a la corona y las modificaciones del sistema tradicional de gobierno a favor del poder único del dictador. Seguramente por ello, los asesinos dieron por hecho el apoyo activo de los senadores una vez muerto el dictador para abolir los actos de éste y restaurar su República. Incluso después de que los senadores no los apoyaran inmediatamente tras la muerte de César, los asesinos “estaban convencidos de que el Senado cooperaría con ellos en todo”40.
Asimismo, debieron creer que contarían con el respaldo de los ciudadanos de Roma; suposición que nos revela la percepción falseada y equivocada que los asesinos tenían de la realidad, y que no es el único caso: al día siguiente del asesinato, por ejemplo, intentaron garantizarse el apoyo de todos los habitantes de Roma sobornando a algunos de ellos, ya que “confiaban que, si algunos comenzaban a alabar el hecho, también se les unirían los demás a causa de su amor a la libertad y a la añoranza de la República”; Apiano se sorprende de la ingenuidad de los asesinos: “No comprendieron -nos dice-que esperaban dos cosas incompatibles, a saber, que el pueblo actual fuera a la vez gran amante de la libertad, y, de forma bastante ventajosa para ellos, también sobornable”41
Sin embargo, no debe sorprendernos esa falsa percepción de la realidad de los asesinos de César, ya que es “típica de la tendencia a generalizar el propio punto de vista que imperaba en la aristocracia dirigente romana”42; así, a partir de ocasionales manifestaciones de rechazo a algunos actos de César por parte del pueblo, los conspiradores debieron deducir, sin más, un rechazo global a su gobierno y que por lo tanto a parte de unos escasos “cesarianos empedernidos”, todos debían creer, como ellos, que el régimen de César era una auténtica tiranía con la que era necesario acabar cuanto antes.
Quizás por todo de ello, porque creyeron que contarían con el apoyo y la ayuda de los senadores y del pueblo de Roma en sus propósitos, los asesinos debieron considerar que solamente precisaban la fuerza de la palabra “libertad” y el acto decisivo del “tiranicidio” para conseguir abolir los actos del dictador y restaurar la vieja y moribunda República. Pero se equivocaron.
Cuando Bruto, una vez cometido el asesinato, intentó dirigirse a los senadores43, que, paralizados por el terror, habían observado el crimen, éstos en vez de escucharle huyeron precipitadamente; al fin y al cabo, la mayoría de ellos-como ya hemos visto-debían se cargo a César, y ninguno podía saber si, como Sila hizo con Mario y sus seguidores, los asesinos, tras eliminar al jefe de su factio, no irían también contra sus partidarios Este hecho supuso ya, apenas unos minutos después de muerto César, el primer fracaso de los conspiradores. Mayor error fue marcharse de la Curia de Pompeyo dejando el cadáver del dictador abandonado en el suelo y renunciando, por tanto, a su propósito de anularlo, arrojándolo al río Tíber44, pues la “revancha” de los cesarianos tuvo lugar a partir del uso emotivo y político de ese cadáver en sus funerales cinco días después; Plutarco reconoce que “permitiendo que las exequias se celebraran del modo requerido, Bruto hizo que se derrumbara todo”45.
Sin embargo, durante un tiempo brevísimo, los asesinos tuvieron la situación en su mano, como nos demuestra la reacción de pánico de Antonio, que se disfraza de esclavo y huye de la capital46. Pero en vez de ocuparse del cadáver como tenían planeado o de proceder con un oportuno golpe de Estado, que cancelase los actos de César y restableciera la República tal y cómo era antes de la dictadura, a los conspiradores no se les ocurrió nada mejor que subir al monte Capitolio47, agitando sus puñales, e invitando a “gozar de la libertad” a unos ciudadanos imaginarios, ya que al enterarse del asesinato, los artesanos y comerciantes habían cerrado sus establecimientos, y personas de todos los estratos sociales se atrincheraron en sus casas y se prepararon para defenderse a mano armada, pues ninguno de ellos sabía que iba a ocurrir ahora que el dictador había muerto. Las siguientes horas, decisivas, las malgastaron los asesinos intentando decidir qué hacer ahora, que, evidentemente, el pueblo y el Senado no los apoyaba, y hablando a los ciudadanos en el Foro de “libertad”; así perdieron todas las ventajas de su acción sorpresa y del miedo y desconcierto de sus adversarios.
Con todo, aunque las hubieran aprovechado, la vuelta pura y simple a la República era imposible, entre otras razones por las nuevas condiciones sociales y económicas del mundo romano. Quedaban todavía en pie poderosos amigos de César, como Lépido o Antonio, herederos de toda la política de César que podían echar por tierra la acción llevada a cabo por los libertadores-nombre que se daban a sí mismos los asesinos del dictador-. Quedaban también grandes intereses creados en mantener la situación vigente: muestra de esto fue la decisión de los senadores de no abolir los actos de César en la primera sesión del Senado48 celebrada tras su asesinato, no sólo con la esperanza de poder aplacar a los ciudadanos furiosos-a quién beneficiaban muchas de las disposiciones del dictador-, así como al ejército intranquilo-temeroso de ver invalidados sus repartos de tierras y las modestas recompensas de César-, sino también porque, cómo les hizo ver Antonio, si abolían las decisiones tomadas por el dictador, quedarían también derogados los nombramientos hechos por éste para ocupar, en los años siguiente, cargos políticos, militares y religiosos, y que habían recaído en muchos de los senadores que, hasta hacía unos minutos, pedían con insistencia declarar tirano a César.
De todas formas, apenas hacía falta convencerles de nada, ya que el poder ejecutivo continuaba en manos del partido cesariano, con Marco Antonio a la cabeza en su calidad de cónsul único-debido a la muerte del otro cónsul, César-, y un Senado compuesto en su mayor parte por hombres de César. Asimismo, también se les escapó a los asesinos la cuestión de cómo iban a neutralizar a las legiones del dictador y a los veteranos del mismo, mucho de los cuales estaban presentes en Roma aquel día49; quizás asumieron que un ejército en ausencia de su comandante en jefe sería incapaz de rebelarse; no contaron, por tanto, con Lépido, magister equitum del dictador, que aquel mismo día, tras saber lo ocurrido, ocupó con sus tropas el Campo de Marte50 y, después, el propio Foro. Esas grandes faltas de previsión por parte de los asesinos y los decepcionantes que fueron los resultados políticos de su acción, llevó a Cicerón a etiquetarlos como hombres con “corazón de león y cerebro de niños”51
Finalmente, se llegó a un acuerdo de compromiso en la primera sesión del Senado tras la muerte de César, el 17 de marzo Con el miedo a otra guerra civil siempre presente, se intentó contentar a todas las partes, concediéndoles la amnistía a los asesinos y aboliendo la dictadura para siempre, aunque manteniendo las reformas de César y dándole un funeral de Estado, en vez de deshonrar su cuerpo.
Pero la paz así alcanzada entre cesaricidas y cesarianos era muy precario. En el día de los funerales de César, el 20 de marzo52, se vio claro que el pensamiento del dictador le sobreviviría, y que apenas habría cabida en Roma a aquellos que no lo compartieran: los veteranos dispersos por toda Italia le permanecían fieles; Antonio y Lépido, y después Octavio, quedaban como sus herederos políticos; una ley permitió a los cónsules publicar los proyectos de César dándoles fuerza ejecutiva53; y el culto al dictador54 nacía espontáneamente junto a su pira funeraria; así mismo, la plebe, aunque descontenta con las medidas antidemocráticas y monárquicas de César-como ya vimos-, no dudó, tras un primer momento de inseguridad y desconcierto, en unirse a los partidarios de César, seguramente porque la posibilidad de que se restaurase la vieja República oligárquica-donde los patricios acaparaban todos los beneficios de la dominación mediterránea de Roma-y se aboliesen las disposiciones del dictador -algunas de las cuales suponían considerables ventajas para ellos-no debía agradarla. Fue ella, junto a los veteranos del dictador, la que protagonizó los asaltos y ataques contra parte de las propiedades de los asesinos de César y contra ellos mismos en los días posteriores al asesinato55.
Por todo ello, la permanencia de los conspiradores en Roma y de sus escasos partidarios resultó ya imposible en abril, y uno detrás de otro se marcharon de la capital56. Desde sus exilios, Bruto, Casio y todos los demás intentaron imponer por la fuerza de las armas lo que no habían logrado mediante el diálogo y el asesinato de César, es decir, la restauración de la vieja República aristocrática. Así, se dio una extraña paradoja: los cesaricidas se convirtieron en lo mismo que los cesarianos, porque los dos grupos estaban compuestos por aristócratas ambiciosos de poder que hacían un caso omiso a las normas jurídicas de la República, si bien con intereses y objetivos diferentes. Lo que los senadores tanto habían temido, se produjo: una nueva guerra civil57; y, aunque los asesinos del dictador fueron vencidos, y todos murieron “unos en naufragios, otros en combate, y algunos clavándose el mismo puñal con el que hirieron a César”58, no por esto finalizaron los enfrentamientos, que, ahora, se dieron entre los propios cesarianos. En total, trece años de larga guerra civil, de lucha por detentar el poder único, que sólo finalizaron con la victoria del primer emperador y la muerte de la República.
Durante esos trece años, el proceso de transformación del Estado romano, iniciado con las reformas de los hermanos Graco, quedó en suspenso. La mala situación de los ciudadanos de Roma y de todo su Imperio, agravadas por el conflicto anterior y que César había intentado solucionar, empeoró con la nueva guerra civil, y, durante estos trece años, fue ignorada Empeoraron, asimismo, los conflictos que César dejó sin concluir: en Hispania Sexto, el único hijo superviviente de Pompeyo, continuaba la lucha de su hermano Cneo; y en Siria se amotinaron las legiones y Mitrídates Pergameneo, al que César entregó el reino del Ponto a la muerte de Farnaces, fue asesinado, con lo que entró en crisis el gobierno romano en la zona. Se desarrollaron al mismo tiempo “largos procesos de adaptación y de renuncia”59, posibilitados en parte gracias a la guerra, ya que a medida que el conflicto continuaba, y la situación política, económica y social iba empeorando a causa de ello, los habitantes del Imperio debieron ver en la monarquía la protección de sus intereses. Quizás el gran error de César fue este, plantear el poder de uno antes de que la situación estuviera lo suficientemente madura como para poder aceptarla; sin embargo, César quedaría como punto de referencia durante todo el Imperio.
A la fórmula de César, fracasada, de la dictadura vitalicia como solución a la crisis de la República, el partido cesariano propuso otra, tras de la crisis de los años 44 y 43, consecuencia del asesinato de César: el “triunvirato constituyente”60 como magistratura permanente, detentado por Octavio, Lépido y Antonio. También esta nueva invención constitucional, que duró un decenio, fracasó debido a los enfrentamientos entre sus tres miembros La gran ocurrencia de Octaviano fue entonces de restaurar la República, aunque anclando sabiamente su poder personal, como Princeps, o primer ciudadano, dentro de la pretendida restauración, que, en realidad, era la desaparición de hecho de la República, como culminación del proceso de transformación del Estado iniciado por los hermanos Graco.
_______
NOTAS:
1 “Bajo el influjo de estas medidas (las de César) el pueblo concibió la esperanza de que también él les devolviera la República, igual que había hecho Sila cuando aceptó un poder similar al suyo”. Apiano, Guerra Civil, volumen II
2 Roldán, La República romana, 626
3 Kovaliov, Historia de Roma, 518-519
4 “El hecho de que César no aguardara ni siquiera a la expiación del cargo, despertó en el pueblo una pronta cólera”. Apiano, Guerra Civil, volumen I
5 “Dejo sin comentar muchas otras disposiciones excelentes suyas -había dicho Cicerón el día 2 de septiembre del 44 a.C., frente al Senado-, mis palabras tienen prisa por llegar a su acto más relevante: ha eliminado de raiz de la normativa romana la dictadura, que ya había asumido de hecho la fuerza de un poder monárquico”. Cicerón, Filípicas, I, 3. Fue mediante la Lex Antonia de dictatura tollenda
6 Cicerón, X Epístola a los familiares, de Asinio a Cicerón
7 Martin Jehne, Julio César, 96
8 Dión Casio, Historia romana, XLV, 10
9 Luciano Canfora, Julio César, un dictador democrático, 291
10 “Los líderes de la conspiración fueron esencialmente dos hombres, Marco Bruto, de sobrenombre Cepión (…) y Cayo Casio”, Apiano, Guerra Civil, volumen II. Por su parte, Suetonio, Cayo Julio César, LXXX, es el único que menciona que “el número de conspiradores se elevaba a más de sesenta”, así como el único que cita a tres “jefes de la conspiración”: “Cayo Casio, y Marco y Décimo Bruto”. Que Suetonio considere a Décimo Bruto como el tercer “jefe” es lógico si tenemos en cuenta el papel que éste jugó en la conspiración: fue el encargado de conducir a César al Senado el día del asesinato (Suetonio, Cayo Julio César, LXXXI) y el encargado de proporcionar una guardia armada de gladiadores a los asesinos en los días posteriores a los idus de marzo (Plutarco, Vida de Bruto, XII)
11 Marco Junio Bruto, Cayo Casio Longino, Décimo Bruto Albino, Quinto Ligario, Sextio Nasón, Cecilio, Bucoliano, Rubirio Rega, Marco Espurio, Servilio Galba, Poncio Aquila, Cayo Trebonio, Tulio Cimber, Minucio Basilo, los hermanos Casca, Labeón y Popilio Lena
12 Plutarco, Vida de Bruto, XII
13 (Cicerón a César): “¿Quién puede ser tan inexperto, y, en particular, tan inexperto en política, tan despreocupado por la propia y la común salvación, que no entienda que tu salvación, en el hecho de que tú vivas, se encierra y esta comprendida también su salvación, y que de tu vida depende la de todos?” Cicerón, Pro Marcello, 23. “La única condución para nuestra salvación es tu salvación, tu incolumidad”, Cicerón, Pro Marcello, 32
14 “Cediendo ya a la fortuna de este hombre (César) y recibiendo el freno, como tuviesen el mando de uno solo por alivio y descanso de los males de la guerra civil, le declararon dictador por toda su vida, lo que era una no encubierta tiranía”, Plutarco, Vida de César, LVIII
15 Suetonio, Cayo Julio César, LXXIV
16 Cicerón, Filípicas, II, 26
17 Cicerón, VI Espístola a los familiares, Casio a Cicerón
18 Plutarco, Vida de Antonio, XIII
19 Apiano, Guerra Civil, volumen II
20 Plutarco, Vida de Antonio, XIII
21 Plutarco, Vida de Antonio, VIII
22 Plutarco, Vida de Antonio, IX
23 Plutarco, Vida de Antonio, X
24 Plutarco, Vida de Antonio, XI
25 Piganiol, Historia de Roma, 203
26 Cicerón, IX Epístola a los familiares, Casio a Cicerón
27 Destaca la opinión contenida en Suetonio, Cayo Julio César, LXXVI: “Se imputan a César otras acciones y palabras que demuestran que abusó del poder y que por este motivo, con todo derecho, fue asesinado”
28 “Los asesinos no se reunían nunca abiertamente para tomar decisiones, sino que a escondidas unos pocos, ahora en casa de uno, ahora de otro. Y en estos encuentros, se proponían mil proyectos y se discutían. Algunos proponían atacarlo primero mientras recorría la vía sacra -pasaba por allí a menudo-. Otros, con ocasión de los comicios electorales que debía presidir en una explanada situada delante de la ciudad: para llegar allí tenía que atravesar un puente. En este caso, echando a suertes lo que les tocaría hacer, unos tenían que tirarlo del puente abajo; otros se le echarían encima después para así matarlo. Otros en cambio proponían atacarlo cuando se celebrasen las luchas de los gladiadores -que eran inminentes-, dado que, a causa de la competición, la vista de las armas preparadas para aquella empresa no llamarían la atención. Otros proponían atacarlo un día a la entrada del teatro. La mayoría aconsejaba matarlo en una sesión del Senado”, Nicolás de Damasco, Vida de Augusto, 23, 81
29 Cicerón, XII Epístola a los familiares, Casio a Cicerón
30 Plutarco, Vida de Bruto, X
31 Plutarco, Vida de Bruto, X
32 Plutarco, Vida de Bruto, I
33 Plutarco, Vida de Bruto, II
34 Plutarco, Vida de Bruto, IV
35 Plutarco, Vida de Bruto, XII
36 “Habiéndola hablado primero Casio a Labeón (a Décimo Bruto), nada les respondió, pero yendo él enseguida a buscar a Bruto, enterado de que éste estaba al frente de la empresa, se ofreció por fin a concurrir en ella con la más pronta voluntad”, Plutarco, Vida de Bruto, XII
37 Quinto Ligario se le consideraba todavía “pompeyano” y por la amistad que aún manifestaba hacia el difunto Pompeyo había sido denunciado ante César y absuelto, gracias, en parte, a la intervención de Cicerón. La escena que presenta Plutarco, Vida de Bruto, XI es de su acostumbrado patetismo: Ligario, enfermo, al ser regañado afectuosamente por Bruto, diciéndole “¡Oh, Ligario, en este momento precisamente tenías que enfermar!”, intuye el verdadero significado de estas palabras, se levanta inmediatamente de la cama y aferrándole la mano derecha le responde: “Pero si tú, Bruto, estás meditando algo digno de ti, ¡entonces estoy sano!”
38 El asesinato es descrito en Plutarco, Vida de Bruto, XIV-XVII; Plutarco, Vida de César, LXIII-LXV; Apiano, Guerra Civil, volumen II; Suetonio, Cayo Julio César, LXXXI-LXXXII
39 Parece que fue la inminente partida de César para luchar contra los partos, la que provocó que la fecha del asesinato fuera fijada el día 15 de marzo, la última sesión del Senado antes del inicio de la campaña, pues asesinar a César lejos de Roma y rodeado de soldados hubiera sido imposible
40 Sólo Nicolás de Damasco, Vida de César, 24, cita 35 puñaladas
41 Los conspiradores se vieron favorecidos a la hora de cometer el asesinato por el hecho de que, pocos días antes, César hubiera decidido prescindir de su escolata armada (Apiano, Guerra Civil, volumen II). Esa decisión de César genera tal polémica entre sus estudiosos que Luciano Canfora, por ejemplo, dedica todo un capítulo de su obra a tratar ese tema (Canfora, “Del grave error de prescindir de escolta”, Julio César, un dictador democrático). Se barajan tres hipótesis para explicar esta sorprendente decisión: que César creyó el juramento de los senadores de proteger su vida; que despidió a la guardia porque podía vérsela como un símbolo de monarquía o de tiranía; y que su dignitas como senador y dictador no le permitía mostrar miedo o recelo hacia sus iguales conservando la guardia
42 Apiano, Guerra Civil, volumen II
43 Apiano, Guerra Civil, volumen II
44 Martin Jehne, Julio Cesar, 102
45 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXII; Plutarco, Vida de Bruto, XVIII
46 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXII
47 Plutarco, Vida de Bruto, XX
48 Plutarco, Vida de Antonio, XIV
49 Apiano, Guerra Civil, volumen II
50 Apiano, Guerra Civil, volumen II
51 Apiano, Guerra Civil, volumen II
52 Apiano, Guerra Civil, volumen II
53 Cicerón, Epístolas a Ático, XII, XIV, XV, etc.
54 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXIV; Apiano, Guerra Civil, volumen II
55 Plutarco, Vida de Antonio, XV
56 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXVIII; Apiano, Guerra Civil, volumen II
57 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXV; Apiano, Guerra Civil, volumen II
58 Apiano, Guerra Civil, volumen II; Plutarco, Vida de Bruto, XXI
59 Roldán, República romana, 243

60 Plutarco, Vida de Antonio, XIX

FOTOGRAFÍAS:
*Distintas representaciones del asesinato de César. En orden: Karl Theodor Piloty, Jean-Leon Gérôme, Vincenzo Camuccini, reconstrucción de Quo.es, Mariano Navas Contreras, Comic de 1850 obra de John Leech, Imagen de Internet, Johannes Zainer en 1541, y fotograma de la película Julio César de 1953

sábado, 15 de agosto de 2015

Yo, Claudia Livila (XXXIII)

Cuando regresé a Roma no esperaba encontrarme con la tragedia, ni que la situación se hubiera degenerado tanto en mi ausencia, ni que Lucio Sejano hubiera traicionado tan rápido su promesa. Por largo tiempo, en un ejercicio de consumada oratoria, intentó demostrarme que todos aquellos hechos en nada perjudicaban a mi buen Germánico, ni dañaban su reputación, ni ponían en peligro su futuro, gloria y existencia, pero nada podía hacer contra la sangre Claudia que corre en mis venas, y le grité, casi histérica, que conocía mejor que él, aunque no lo creyera, el valor y alcance de una advertencia como aquella. De nuevo por Agripina se cernía el peligro sobre su amada cabeza, como si esa ramera se divirtiera especialmente exponiendo a mi hermano a la desgracia manifiesta. En esta ocasión, era Libón Druso la razón de la amenaza, un lejano pariente, inepto y sin provecho alguno, perteneciente a la familia de los Escribonios, la misma de la que su abuela materna un día procediera; por esta simple causa, sin otro motivo por el que el imbécil lo mereciera, ¡como si bastara para justificar su necedad e incompetencia!, había trabado profunda amistad con Germánico y ella, aunque yo siempre le viera al igual que un parásito que se alimenta de gloria y fama ajena y de su estrecha relación con estas. Y el César Tiberio era consciente de que así era. Por ello convenció al senador Firmio Cato -prefiero por toda la eternidad desconocer en qué forma- de que indujera por su íntima amistad a Libón, ¡estúpido inexperto inclinado tan solo a las cosas más inútiles!, a tramar una conspiración contra el César para ser él quién le sucediera... ¡Valiente imbécil como nunca jamás antes viera!... Envenenado por las mil promesas de los caldeos, por las ceremonias de los magos y los intérpretes de sueños, a los que él tan aficionado era -¿ves lo que te lo dijera? Tuvo lo que mereciera...- y como si eso no bastara, Cato le recordaba de continuo su supuesta noble ascendencia y le hacía creer que bastaba para justificar su pretensión a poner sus posaderas en el trono más poderoso de la tierra: ¿no era Pompeyo Magno su bisabuelo? ¿no era Escribonia, la que en otro tiempo fuera esposa del divino Augusto y madre de mi amada Julia, su tía? ¿No éramos los Césares sus primos? Con esta cantinela le empujaba a derrochar y contraer cien o mil deudas en busca de partidarios que aquella candidatura absurda sostuvieran, y no, contento, Cato, haciéndose su compañero más cercano en pasiones y apuros, poco a poco le fue implicando en más y más acusaciones, cumpliendo a la perfección el mandato del César de terminar con Libón Druso... ¿Y por que crees que Tiberio, al que tú, ¡mi propia madre!, me denunciaras, estaba tan interesado en ese despojo, en ese esperpento, en ese tipejo? No era él quién le importaba: ¡era a Agripina y Germánico, tu hijo, a quienes perseguía! ¡Era destruir su círculo de íntimos y partidarios lo que, en verdad, mi tío buscaba! ¡Tenía en su poder toda la maldita maquinaria del Estado romano para lograrlo! ¡¿Cómo esa estúpida loca llegó a creer, aunque fuera una sola vez, que podría vencerlo?! ¿No vio el peligro que sobre ella y los suyos, ¡también los míos!, se cernía por culpa de su orgullo, de su ambición, de esa lengua incansable y viperina? Firmio Cato ni siquiera necesito mucho para cumplir las órdenes dadas por el César: a las pocas semanas ya disponía de suficientes testigos y esclavos que estuvieran bien dispuestos a reconocer los mismos cargos que se le imputaban a su amo, e hizo llegar las pruebas del crimen a Tiberio por medio de un tal Flavio Vesculario, un caballero romano que más tarde forjaría una relación con el César más que estrecha a base de continuas delaciones y otros favores que es mejor que no sepas. Tiberio, para alejar de él toda sospecha -¡como si pudiera...!- y para poder en su momento presentarse incluso como víctima, distinguió a Libón con la pretura y lo incluyó raudo entre los invitados que frecuentaban el Palatino para acudir a sus frugales cenas, dejando a Fulcinio Trión, delator bien conocido por su afán de notoriedad y riqueza, la tarea de acudir ante los cónsules para acusar a Libón y pedir de inmediato la instrucción de su causa ante el mismo Senado.
El estúpido, al fin enterado de la trampa que para él se había trazado, vistió luto de inmediato, y acompañado por mujeres principales, ¡entre las que se encontraba, ¿cómo no?, Agripina! -¿que tenía esa mujer en la maldita cabeza? ¡está claro que nada de afán de conservación ni espíritu de supervivencia!-, visitó las casas de sus parientes para rogarles, pidiéndoles que le defendieran de los peligros de los tribunales; todos, alegando diversos pretextos, se niegan...todos, menos Germánico... ¡Divina Paciencia! ¡Dulce Bona Dea! ¡¿Para qué me desvivía yo por protegerle si él solo, a un mismo tiempo, afilaba el hacha del verdugo que debía cortar su insigne y hueca cabeza?! ¿Era acaso el más estúpido de los Claudios? Corrí a casa de Germánico intentado que los pretorianos no me siguieran e informaran a Sejano de lo que pretendiera. Le encontré en su despacho, repasando el largo escrito de su defensa. Sin poder reprimir ni mi desesperación ni mi ira, lo arrojé al fuego de inmediato. Mi buen hermano me miró atónito, como si de pronto ante él enloqueciera. De inmediato me arrojé a sus pies rogándole que desistiera. "¿Acaso no veía lo que Tiberio de verdad pretendía? ¿Qué de nada servía lo que hacer pretendía, porque su amigo y pariente estaba ya condenado sin la necesidad de un juicio que a muerte lo sentenciara? ¡¿Qué no era la cabeza de Libón Druso la que Tiberio ambicionaba?! ¡¿Por qué se empeñaba ciego y sordo en su inútil defensa?! ¿No veía que de aquella forma no hacía más que confirmar acerca de su traición, deslealtad y ambición desmedida las sospechas crecientes del César y darle nuevos argumentos para tramar su caída? ¿No entendía que primero perecerían los de su círculo más cercano antes de ser Agripina y él mismo condenados, como el estratega que ha de arruinar primero las defensas de una ciudad antes de tomarla al asalto y someterla? ¡¡Germánico!! ¡¡Germánico!!, le rogué envuelta en llanto, aferrada con fuerza a su pierna... ¡¡Germánico!! ¡Renuncia a tu defensa y haz regresar a Agripina! ¡Impide que siga exhibiendo su apoyo a un claro enemigo del Estado de tan pública manera! ¡O mejor: impide de nuevo que entre en esa casa! ¡Divórciate de ella en este mismo instante! ¡No habrá para nuestro tío Tiberio mayor prueba de fidelidad que esa! No se puede acusar al César de cometer el asesinato del divino Augusto, de Julia, de Póstumo, incluso de Lucio y Cayo, y poner en duda su legitimidad para tan insigne herencia, sin sufrir las consecuencias. ¡Ella está condenada, y con ella cuantos la rodean... tú puedes aún salvarte! ¡¡Repúdiala, Germánico!! Si no lo haces por ti, le dije... si no lo haces por ti, si es que tu vida acaso no te importa, ¡hazlo por tus hijos! ¿O crees que los hijos serán para el César más amados que la madre? ¡Hazlo si no por ellos, ni por ti, por mí! ¡Por mí, para quién eres mucho más que un hermano! ¡Hazlo por quienes te amamos! ¡Te lo ruego, Germánico!"... Y sin embargo, madre... ¡madre!... No quiso escucharme. Conmovido, me alzó del suelo para que no continuara humillándome en balde, y me dijo que no había honor en mis palabras, en repudiar a una esposa que siempre le acompañara y renunciar a ayudar a un amigo que lo necesitaba, pero que me perdonaba mi falta por el amor que sabía yo le tenía. Le miré por un largo rato enfurecida: le respondí que más valía vivir sin honor que morir de forma indigna por una causa que no lo merecía. Se limitó a negar con la cabeza. Y entonces lo supe, madre... Supe que... ¡Oh, Magna Mater, Bona Dea, ¿por qué?!... Supe con toda certeza que... hiciera lo que hiciera... tampoco a él... al que más quería... tampoco a él le salvaría.
Aún así, por largo tiempo, me atreví a negármelo, incapaz de poder aceptarlo, de hacer frente a la tragedia que para mí suponía saber que, tarde o temprano, hiciera lo que hiciera, luchara cuanto luchara, me sacrificara o me extenuara, le perdería... por su necedad, por su locura, ¡por los estúpidos ideales que tu le inculcaste, madre! ¡Tú, tú le llevaste a la tumba! ¡Tú y Agripina! ¡Vosotras fuisteis quién le condenasteis!... ¡Vosotros fuisteis quién le empujasteis por el desfiladero mientras sólo yo intentaba salvarlo! Y aun sabiendo que estaba condenado, me negué a abandonarlo. Lo que hice fue sin duda necesario. Mi abuela Livia me instruyó también en venenos, aunque no creí que fuera nunca necesario usarlos. ¡No pretendía matarlo, puedes creerlo! ¡Él se bastaba sólo para lograrlo! Tan solo quería enfermarlo. Así no acudiría al Senado. Funcionó mejor de lo que yo había esperado y mi pobre hermano no pareció sospechar que lo había envenenado cuando acudí a cuidarlo, y con suma torpeza, fingiendo vergüenza, me disculpé por aquellas palabras mías correctas y sinceras, y reconocí que él tenía razón aunque no la tuviera. Así actuaba la falsa Livila, y más que mantener mi orgullo intacto, era necesario para su supervivencia que confiara en mí Germánico; así, como aquella vez, podría de nuevo detenerlo antes de que cometiera alguna insensatez que a la muerte lo condujera. Mientras, en el Senado, Libón, asustado y aterrado, se hizo conducir en litera y apoyándose en su hermano, tendió a Tiberio las manos, recibiendo como única respuesta la lectura de los testigos y de los cargos. Las acusaciones, he de admitirlo, eran ridículas hasta hacer de Libón persona digna de lástima: que si había consultado a los astrónomos si llegaría a tener tantas riquezas como para cubrir la Vía Apia, que si había añadido en una lista a los nombres del César y senadores anotaciones espantosas y secretas... Antes de que la sala estallara en carcajadas, se ordenó interrogar mediante tormento a los esclavos que se suponían estaban al tanto de los hechos. Y, como según un antiguo decreto del senado, se prohibía el interrogatorio cuando la vida de su dueño estaba en juego, Tiberio, astuto y autor de una nueva fórmula de derecho, mandó que fueran vendidos todos a un agente del fisco, sin duda alguna para poder interrogarlos en contra de su amo sin perjuicio del decreto. Por ello, Libón, sabiéndose condenado de antemano y por todos abandonado -¿cuanto le habría costado a Germánico también reconocerlo?-, pidió un aplazamiento y se retiró a su casa. Allí, Libón, en el mismo banquete que había dispuesto como última satisfacción, buscó desesperado quién le hiriese, cogiendo las manos de sus esclavos y poniendo en ellas la espada. Y cuando ellos, al tratar de huir, volcaron la mesa y la luz colocada sobre ella, en aquella oscuridad precursora de la muerte, ese inútil que amenazó la vida de mi hermano, se propinó por fin dos heridas en el vientre y murió desangrado. Agradecí que lo hiciera, pues Germánico se recuperaba rápido. Esa noche volví a dormir tranquila en brazos de Sejano, aunque sabía que Libón no sería el único al que Tiberio destruyera en su afán de llegar a Germánico ni la única vez que mi hermano se aprestara rápido a ser sacrificado en defensa de unos ideales y una familia que no merecían su vida.


*Fotografía 1 y 2: Detalles de "Leyendo a Homero" y "Las mujeres de Amphissa", de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 3: "El suicidio de Séneca", de Manuel Domínguez y Sánchez

miércoles, 12 de agosto de 2015

La dictadura de Julio César

Del consulado a la dictadura perpetua.

Desde la guerra civil, César fundamentó su posición en dos magistraturas concretas, el consulado y la dictadura, alternadas anualmente (dictadura, 49 y 47; consulado, 48 y 46), y modificadas según la necesidad de César. Finalizada la campaña de África, el Senado, entre otros muchos privilegios, le concedió la dictadura durante diez años consecutivos, aunque en la forma de diez dictaduras anuales para guardar, al menos formalmente, las apariencias; se le otorgó asimismo la praefecta moribus, es decir, la vigilancia censoria sobre las costumbres, durante tres años, junto con el derecho a presentar candidatos ante el pueblo-lo que le permitía intervenir en las elecciones-, y el de ser preguntado en primer lugar en cada sesión del Senado como princeps senatus-lo que posibilitaba la imposición de su voluntad sobre los senadores-. Tras la campaña de Munda, en el 45, César continuó acumulando cargos: se le nombró cónsul único, cargo que depuso en beneficio de los candidatos ordinarios, pero manteniendo el carácter de dictador, que en el 45 completaba su tercer y cuarto períodos; asimismo, se le entregó el mando único de todo el ejército, se le concedió la facultad de decidir sobre finanzas públicas, y se le permitió designar personalmente a los magistrados extraordinarios, así como a los gobernadores de las provincias, y más tarde también a los magistrados ordinarios. Finalmente, en el mes de febrero del 44, se le entregó la dictadura perpetua, cargo de carácter vitalicio, al igual que el pontificado máximo, que César ocupaba ya desde el año 63 a.C.
Sin embargo, todo el poder del dictador no se basaba sólo en esta acumulación de cargos de carácter político, sino también en sus ejércitos y en los recursos del Imperio, que César había organizado en torno a su persona, en unas proporciones desconocidas hasta este momento. A lo largo de su carrera política, César había estado prácticamente en todas las provincias, y, allí, había tomado numerosas decisiones para vincular a su persona a la mayoría de los habitantes del Imperio, gracias al sistema de la clientela y a conceder privilegios de todo tipo ya fuera a individuos particulares1 o a sociedades enteras2, a semejanza de lo que Pompeyo había hecho en su época en Oriente e Hispania. Si a esto le añadimos que también en Roma y en Italia eran incontables las personas y los grupos que él había vinculado a su persona, se verá con absoluta claridad que César había adquirido en el sistema de la clientela una posición que ni la fuerza social de todos sus colegas podía ya neutralizar. El dictador, además, tenía repartido por todo el Imperio un ejército de unas treinta y cuatro legiones3, que estaba sometido solamente a él. Así el control romano y el de César estaba garantizado de una forma nueva completamente; se trataba de un fuerte potencial, que César podía reunir en cualquier momento.
Parece seguro que este poder absoluto, obtenido por César y fundamentado en la dictadura perpetua, no fue la culminación de un proyecto concebido anteriormente, cuando como procónsul comenzó la guerra civil Apenas puede dudarse que, entonces y en los primeros años de ese conflicto, César sólo deseaba asegurar su supervivencia política. Sólo poco a poco, a medida que los medios de poder se concentraban en él y crecía su ámbito de intervención, debió abrirse paso la idea del poder absoluto.
Sea con fuese, una vez iniciados el conflicto y el proceso de acumulación de poder por César, debió de planteárseles a sus contemporáneos la duda de cómo César pensaba utilizar dicho poder. Se debe a Cicerón la advertencia de que el golpe de Estado de Sila es el precedente más cercano al de César; al fin y al cabo, había demasiadas similitudes entre ambos: tanto el uno como el otro no sólo habían dado ese golpe de Estado, sino que también habían invadido la península itálica, marchado sobre la capital, iniciado una guerra civil y ocupado el cargo de dictador. Faltaba por saber si César, al igual que hiciera Sila, llevaría a cabo nuevas proscripciones, y quienes podían estar incluidos en ellas.
Esa duda angustiaba a Cicerón, como debió preocupar a todos los que contemplaban el curso de los acontecimientos, pues le habían dicho al ex cónsul que César amenazaba con vengarse de todos los asesinatos de los partidarios de Mario4. Para tranquilizar a quienes, como Cicerón, temían el regreso de las proscripciones, aclarar sus intenciones y atraer a su lado a quienes aún permanecían indecisos entre Pompeyo y él- como, por ejemplo, el propio Cicerón-, César escribió la siguiente carta:


“De César a Opio y Balbo. Me complace mucho la carta en la que aprobáis sin reservas todo cuanto ha ocurrido en Corfinium5. Con mucho gusto me serviré de vuestros consejos y con un mayor motivo, porque ya por mi parte había decidido predisponer las cosas tratando de mostrarme lo más moderado posible, y conseguir restablecer un acuerdo con Pompeyo”
“Hagamos, pues, un esfuerzo en este sentido, para ver si podemos reconquistar el consenso de todos y conseguir una victoria duradera. Recurriendo a la crueldad, los otros6 no lograron evitar el odio y menos aún conservar durante largo tiempo el fruto de su victoria. A excepción, claro está, de Lucio Cornelio Sila, a quién yo no pienso imitar”
“Qué este sea el nuevo método para vencer: que nuestro punto de fuerza sea la comprensión y la generosidad. Yo ya tengo algunas ideas acerca de cómo lograr este objetivo y todavía se puede idear mucho más. Hacedme conocer vuestras propuestas sobre este punto.”
“He capturado a Numerio Magio, prefecto de Pompeyo Naturalmente, siguiendo mi habitual manera de actuar, lo he dejado libre de inmediato. Hasta este momento, dos comandantes del cuerpo de Ingenieros Militares de Pompeyo han caído en mi poder y han sido liberados por mí. Si quisieran mostrar su gratitud, deberían exhortar a Pompeyo de que prefiera ser amigo mío antes que de esos que siempre han sido irreductiblemente hostiles tanto a él como a mí, esos cuyas tramas delictivas han reducido a la República a sus actuales condiciones”


Conocemos esta carta de César, escrita el 5 de marzo del 49 durante su marcha hacia Roma, tras la capitulación de Corfinium, el mes anterior, gracias al epistolario de Cicerón a Ático. El 13 de marzo de ese mismo año, Cicerón escribe a Ático, que le insta a no romper con César, que, prácticamente, le ha convencido para llevar a cabo esa conducta que le recomiendo-a la que después con todo no se va a atener-, y como prueba de esta decisión, Cicerón le habla a su amigo del intenso intercambio de cartas entre él y Opio y Balbo, agentes de César en la ciudad de Roma y sus consejeros políticos; y, como muestra de ello, Cicerón incluye una carta que César ha escrito a los dos-la citada más arriba-, y que éstos le han hecho llegar poco después en forma de copia.
Se trata, sin duda, de una “carta abierta”, destinada a divulgar la conducta que César pensaba seguir. Seguramente, Cicerón no fue el único que recibió una copia de esta misiva, sino que esta maniobra debió repetirse también en otros personajes importantes -aquellos que había decidido quedarse en la capital pese a las amenazas de Pompeyo7 a quienes, de permanecer en Roma, se convertían, según él, en “cómplices” de César-, con el fin de atraerlos definitivamente a su bando. Esa “carta abierta”, sin embargo, no sólo pretendía divulgar la conducta que César pensaba seguir sino que también era una declaración de principios, ya que en ella se encuentras esbozadas las decisiones que guiarán a César a lo largo de la guerra civil y, después, en la dictadura El punto clave, sin duda, era mantenerse lejos del modelo de Sila, es decir, de las proscripciones, porque “recurriendo a la crueldad, los otros no han podido evitar el odio, y, menos todavía, conservar durante largo tiempo el fruto de su victoria; a excepción, claro está, de Lucio Cornelio Sila, a quién yo no pienso imitar”. En esta carta, además, el futuro dictador dice, entre otras cosas, que ya tiene “varias ideas”, acerca de cómo poner en práctica su programa de reconciliación, basado en “reconquistar el consenso de todos”, realizando lo que él denomina como “un nuevo modo de vencer”. No sabemos lo que quiere decir más allá de lo que nos revela su decisión, desde Corfinium, de dejar libres a sus adversarios-incluso a los de rango elevado como Domicio Ahenobarbo8-después de haberlos vencido, aún a costa de encontrárselos, más tarde, de nuevo en contra. Es la famosa clemencia de César, ampliamente reconocida en su época, como muestra el hecho de que “no fue sin razón el haber decretado en su honor un templo a la Clemencia, como prueba de gratitud por su bondad Porque perdonó a muchos de los que habían hecho la guerra contra él, y a algunos incluso les concedió honores y magistraturas, como a Bruto y a Casio”9
Sin duda no debieron de escapársele a César los resultados propagandísticos de su clemencia, ni por tanto tampoco los prácticos, su utilidad para lograr lo que él debió considerar su principal objetivo, “reconquistar las voluntades de todos”, es decir, lograr el consenso. Ahora bien, consenso no debió significar para César sólo la aprobación de la opinión pública sino también, posiblemente, la rapidez de absorber en su propio bando a los pompeyanos. César, por tanto, no habría pretendido nunca ser y presentarse como el hombre de “una sola parte”, como Sila, o, antes que él Mario, sino que con su clemencia deseaba convertir a los enemigos en aliados, ya que seguramente “creía que las medidas punitivas sólo creaban residuos tóxicos de enemistad y venganza”10; de hecho, una piedra angular de la política de César fue, sin duda, la de intentar movilizar en torno a él a las fuerzas mejores, sin que importara la tendencia ideológica. En este sentido, el ejemplo más claro es Marco Terencio Varrón, general pompeyano11 vencido por las tropas de César en Hispania al iniciarse la guerra civil, pero al que el propio César encargara, tras ocupar el cargo de dictador y finalizar la campaña de África, el proyecto de instituir en la ciudad de Roma una biblioteca greco-latina12.
Sin embargo, fue su propia clemencia lo que perdió, entre otros motivos, a César, como sabían muy bien aquellos que en los funerales del dictador aplaudieron especialmente el verso de Pacuvio, de su obra Armorum Iudicium: “¡Qué haya salvado a esos hombres que después habrían de matarme!”13 Ya que una cosa es que César estuviera decidido a perdonar a todos sus adversarios, y otra muy distinta que sus enemigos también estuviesen dispuestos a hacer lo mismo con él.

Honores y privilegios1.

Para entonces, el Senado había acumulado nuevos y muy numerosos honores y privilegios sobre el dictador. Ya en una fecha relativamente temprana-concretamente, tras la batalla de Farsalia-se había dejado en manos de César la decisión sobre la suerte de los pompeyanos; además, se le concedió, al parecer, la facultad de distribuir las provincias pretorianas sin que hubiera un sorteo, cosa que, más tarde, se extendió también a las provincias consulares. Del mismo modo, tras la batalla de Thapsos, se le concedió a César, por tres años, la praefecta moribus, vigilancia censoria sobre las costumbres, el derecho de manifestar todas sus opiniones antes de que el Senado pudiese deliberar y el de poder recomendar a éste candidatos para los cargos, es decir, la posibilidad de imponer su voluntad a todo el Senado y la de intervenir en las elecciones. Pero la serie de honores no se detuvo ahí.
Tras la batalla de Munda, antes incluso de que César regresara a Italia, se le concedieron los títulos de liberator e imperator2, que pasó a ser parte integrante y hereditaria de su nombre; le fue otorgado el derecho a usar en cualquier ocasión la vestimenta triunfal, la corona de oro de los antiguos reyes etruscos, la corona de laurel de los triunfadores, y la corona de roble o cívica de los salvadores de la patria Más importante es la serie de privilegios de índole política: le fue entregado a César el mando único del ejército romano, como general en jefe, con lo que el dictador se reservaba en exclusiva el fundamento de su poder, que residía precisamente en el ejército; se le concedió también la facultad de decidir sobre las finanzas públicas, que tradicionalmente había sido una prerrogativa del Senado; y, por último, los jefes de provincias dejaron de depender del Senado para pasar a depender también de él Otros honores tienen un significado religioso: se pondría en el templo de Quirino o de Rómulo divinizado una estatua con sus rasgos y la inscripción “al dios invencible” o “al semidios”, y otra en el monte Capitolio, al lado de la de Bruto, el primer cónsul de la República, que se levantaba junto a las de los siete reyes antiguos de la ciudad de Roma.
En verano del 45, cuando César volvió de Hispania continuó aún más la serie de honores y poderes: se le concedió un nuevo título-pater patriae-, la colocación de sus estatuas en todos los templos de Roma y los municipios, y la designación del mes Quinctilis, el de su nacimiento, como Iulius. Más importantes y significativas fueron la concesión de la sacrosanctitas o la inmunidad religiosa de los tribunos de la plebe; el juramento de todos los senadores de proteger su vida; la obligación de todos los magistrados a jurar respeto a los decretos de César y la decisión de aceptar, por adelantado, sus actos de gobierno, llegando, incluso, a concedérsele, primero, la facultad de designar personalmente a los magistrados extraordinarios, y, más tarde, también a los ordinarios; y, finalmente, se votó para él una guardia personal permanente de origen ibérico.
Con respecto a esta enorme multitud de privilegios no está claro en primer lugar si César deseó esos honores, ya sea en su totalidad o parte. En segundo lugar, si incluso, en ciertos casos, no se trataban de las maniobras de propaganda de sus enemigos “para tener después más pretextos contra él y para demostrar en un futuro que su acción se fundaba en muy sólidas y muy graves acusaciones”3. Y, por último, si se deben a oleadas de miedo o de devoción del Senado, cosa que quizás podría explicar el gran número de privilegios y de honores concedidos a César. Para ello debemos tener en cuenta que “en una dictadura la histeria de los honores es algo que se autopropulsa”: si en la cúspide del Estado hay una sola persona, y esta persona tiene el poder de acabar o de promocionar las carreras políticas y las vidas de las demás, es lógico pensar que los representantes de la vida pública antes opuestos a él deseen ganarse su perdón, que los que quieran algún favor suyo intenten obtener su aprobación y que los que ya lo hayan conseguido pretendan mostrarle su agradecimiento; y una forma acreditada de lograr las tres cosas es mediante las aprobaciones de los decretos que le ensalcen Quizás, una vez iniciado todo este mecanismo, ni el propio dictador pueda frenarle, porque, aunque afirme que no da ninguna importancia a esos honores y privilegios, nunca se puede estar seguro de si habla realmente en serio, y arriesgarse a creerlo puede resultar tarde o temprano muy peligroso.
Dejando a parte este asunto, una cuestión particularmente importante es el grupo de privilegios y de honores de carácter religioso. A los concedidos antes y después de la batalla de Munda, ya citados, vinieron a añadirse otros cada vez más comprometidos en cuando a la consideración de César como un ser sobrehumano e, incluso, un dios: así, a finales del 45, su imagen recibió el derecho de usar el pulvinar, o capilla como las de las divinidades clásicas; en los traslados solemnes de las estatuas de los dioses con motivo de ciertas festividades religiosas, se llevaría también una estatua de César con vestimenta triunfal; su mansión sería adornada con un fastigium, la cornisa decorada4, reservada sólo a los templos; su persona, con la advocación de divus Iulius, recibiría culto en un nuevo templo, en compañía de la diosa Clementia, con un flamen, o sacerdote propio, que, si embargo, parece que no fue inaugurado hasta después del asesinato de César: y, por último, una vez muerto, su cadáver sería enterrado dentro del pomerium, o recinto sagrado de la ciudad, honor no autorizado antes a ningún ser humano, y que sólo se concedería a algunos pocos emperadores tras él, como Trajano.
No puede dudarse, por tanto, que el dictador recibió en vida honores divinos; sobre lo que no existe unanimidad es en cuanto a su significación religiosa y política, a la actitud de César frente a ello, y, en especial, si ha tenido lugar, o no, una divinización de César en vida, como consecuencia de todos estos decretos del Senado. Personalmente considero que dicha divinización no se llevó a cabo, pues, aunque las fuentes se escandalicen de que César “no se contentó con aceptar los honores más altos (…) si no que él admitió, además, que se le decretasen otros superiores a la medida de las grandezas humanas”5, es muy significativo el hecho de que el asesinato de César no fue justificado mediante su supuesta divinización, sino solamente por su supuesta aspiración a la monarquía.

La legislación.


El propio César definió su programa legislativo con la expresión “crear tranquilidad en Italia, paz en las provincias y seguridad en el Imperio” Para conseguirlo, César, después la guerra civil, no utilizó ningún método revolucionario, “ya que en sus decretos y planes falta el componente revolucionario de transformación violenta de la estructura social existente”1, sino que simplemente reutilizó, si bien con ciertos cambios, medidas que ya habían sido aplicadas anteriormente Su reforma, conservadora, trató de garantizar la posición social y económica de los estamentos más altos, aunque ofreciendo a los demás varios beneficios, a cambio de ciertas renuncias y sacrificios por parte de todas las clases sociales. Esta otra cara de su política de conciliación queda reflejada, por ejemplo, en las medidas que César adoptó relativas a las deudas2: no las canceló-porque esto habría perjudicado a las clases altas, sobre todo al orden ecuestre, que actuaban como prestamistas-pero decretó que el pago de las deudas debía efectuarse en referencia al valor vigente de los bienes antes de la guerra civil, para lo que se nombró “árbitros” que garantizasen que las transacciones eran las correctas.
De sus medidas sociales la más destacable es su política de colonización y de concesión del derecho de ciudadanía, considerada por algunos autores como la más fecunda y original de todas. Como era ya costumbre para todos los generales, desde la reforma del ejército llevada a cabo por Mario en los últimos años del siglo II a.C., César se vio obligado a buscar tierras cultivables para repartirlas entre sus veteranos. Sila, antes que él, había resuelto el problema de forma cómoda y rápida, mediante la confiscación de tierras en Italia, pertenecientes al adversario y obtenidas gracias a las proscripciones Pero la política de conciliación y clemencia, proclamada por el propio César, le impedía apoderarse de las tierras de los particulares, y ager publicus apenas quedaba en toda la península itálica tras la legislación del propio César realizada durante su consulado del año 59 a.C.
Como solución, César llevó a cabo una extensa política de asentamientos coloniales fuera de Italia, en las provincias, similar a la efectuada por Mario en su momento. La diferencia radicaba en que las medidas de colonización provincial de César no se limitaron al asiento de todos sus veteranos, si no que sirvieron también para llevar a cabo parte de su ambiciosa política social, que pretendía reducir el proletariado urbano de Roma, continuo foco de disturbios desde hacía más de un siglo, debido a que “la única fuente de ingresos de esa multitud desheredada y sin empleo procedía de la liberalidad pública o de la interesada caridad de la clase política”3. Suetonio estima en 80.000 los ciudadanos de la capital que se beneficiaron de esta política de conciliación4, lo que, además, permitió también que se redujera el número de ciudadanos con derecho a reparto gratuito de trigo aproximadamente desde 320.000 a unos 150.0005, reduciéndose enormemente, por tanto, esa carga económica del Estado.
La fundación de colonias en las provincias-principalmente en Hispania, Galia y África-, además de proporcionar tierras de cultivo a miles de ciudadanos y de veteranos sirvió igualmente para extender la romanización por grandes territorios. Asimismo la fundación de cada colonia significaba también un fortalecimiento de la posición social de César y una exaltación de sus virtudes-igual a lo ocurrido en Oriente con las fundaciones de Pompeyo-, como demuestran los nombres que recibieron muchas de las nuevas ciudades: Iulia Triumphalis (Tarragona) Claritas Iulia (Espejo) o Iulia Victrix (Velilla del Ebro), por nombrar algunos ejemplos españoles. La muerte del dictador poco después le impidió completar sus planes de colonización, cumplidos, sobre todo, con Augusto Que en la mayoría de los casos la legislación de César no pasara de simple proyecto no debe extrañar, si tenemos en cuenta el poco tiempo del que dispuso el dictador para completar su obra: apenas unos seis meses, desde que regresa a Roma de Hispania tras derrotar a los hijos de Pompeyo en octubre del año 45 hasta que es asesinado en marzo el 44. Con todo, en el caso de su política colonizadora, esto no impidió que su obra fuera enorme a la igual que ambiciosa, si tenemos en cuenta que en dos o tres años se fundaron o proyectaron más colonias nuevas que entre los gobiernos de Tiberio y Trajano.
En relación con todas estas fundaciones, hay que citar la política de concesión de la ciudadanía o de derecho latino, llevada a cabo por César, no sólo a particulares-como había sido costumbre ente los generales del siglo I a.C. para premiar, sobre todo, servicios militares-, si no a comunidades enteras fuera de Italia, como premio por su lealtad o sus servicios- con estos medios-es decir, la ciudadanía y el derecho latino-muchas de las comunidades de Occidente se organizaron ahora como municipia, a imagen y semejanza de Roma, y, por tanto, progresaron en su romanización. Y para favorecer esta formación de municipia, César proyectó una ley basada en la equiparación de los distintos estatutos de la administración y jurisdicción de los municipios, pero que sólo fue aprobada tras su muerte.
Otras medidas de carácter político-social, aunque quizás de mucho menos alcance, nos muestran la preocupación constante de César por frenar, en primer lugar, la proletarización de la plebe urbana, y en segundo lugar por fomentar la existencia de una “burguesía”, culta y pudiente, en la península de Italia. En el primer caso, destaca el edicto por el que obligaba a los propietarios de los latifundios a emplear como mínimo a un tercio de trabajadores libres. Para lograr lo segundo, dispuso que ningún ciudadano pudiera abandonar la península itálica durante más de tres años-exceptuando obviamente a los que formaban parte del ejército o debía realizar cargos políticos en las provincias6- y “concedió el derecho de ciudadanía a cuantos practicaban la medicina en Roma o cultivaban las artes liberales, con la intención de fijarlos en la ciudad y atraer a los que estaban fuera”7, con el fin de poder elevar el nivel cultural de Roma para que se correspondiera con su papel de capital del imperio.
Destacan, igualmente, las medidas políticas de César. La mayoría de éstas se basaron en adaptar las instituciones republicanas a su posición de poder sobre el Estado romano, sin pretender reformarlas en profundidad, lo que constituye, probablemente, uno de los grandes fallos de la política de César, ya que nunca ofreció ninguna alternativa coherente y aceptable al régimen senatorial, con lo que sus reformas y su propio poder absoluto carecieron de base y apoyo dentro de la sociedad y la política de la época. Entre las medidas políticas, encontramos en primer lugar la reorganización del Senado, aumentando-como ya hiciera Sila-el número total de sus miembros, de 600 a 9008, por supuesto, con partidarios leales, sin importar ni siquiera su origen, al tiempo que restringía radicalmente todas sus prerrogativas, hasta convertirla en una institución vacía de poder, mero dispensador de honores y de privilegios. Las magistraturas, por su parte, perdieron casi por completo su posibilidad de obrar con independencia, atentas a las decisiones de César, y consideradas probablemente por el dictador más como un cuerpo de funcionarios que como portadores del poder ejecutivo del Estado: aumentaron de número9 y cómo su elección dependió, en un principio, de la opinión de César, y poco después de la propia elección de César, se convirtieron en simples honores privados de todo contenido, pues su obtención dependía de los servicios prestados al dictador. Un ejemplo del desprecio del dictador por las magistraturas, de su elección por César y la utilización consciente de éstas como un pago a los servicios de sus partidarios, lo constituye el hecho de que el 31 de diciembre del 45 a.C.10 ordenó que se eligiese a un nuevo cónsul para el resto del día, en sustitución del ordinario, Fabio Máximo, que acababa de morir, sin preocuparle el hecho de que sólo unas horas más tarde entrarían en funciones los cónsules previamente designados para el 44. Cicerón declaró, con triste ironía11, que el consulado de Caninio siempre se recordaría, pues durante él nadie había comido ningún alimento, ni cometido ningún delito, porque el cónsul no había cerrado los ojos en todo el tiempo de su magistratura.
Las asambleas populares de Roma también mantuvieron apenas sus apariencias, y si como hasta ese momento, continuaron existiendo, como expresión de gobierno, leyes, edictos o senatusconsulta, ya no surgieron de la actividad libre del Senado y del pueblo sino que se convirtieron en meros reflejos de la voluntad del dictador. César sabía bien que las instituciones políticas de la república no podían eliminarse sin más, pero tampoco obstaculizar sus decisiones; por ello, con sus medidas políticas, el dictador debilitó o destruyó los órganos tradicionales de gobierno, lo que, sin duda alguna, permitió a César hacer un uso más libre de su recién adquirido poder absoluto.
Quién gobernaba ya no era por tanto el Senado o las asambleas, sino César a través de su equipo de colaboradores. Durante la guerra de las Galias, César se había ido rodeando de un grupo de hombres que gozaban de toda su confianza Ahora que su gobierno se extendía sobre todo el Imperio, dirigían con él los asuntos de Estado. Hombres como Lucio Cornelio Balbo, Cayo Opio, Quinto Pedio, Aulo Hircio, Marco Emilio Lépido o el propio Marco Antonio, no tenían apenas peso en la política como personajes autónomos y solamente representaban algo en el mundo romano porque colaboraban con César continuamente; prueba de ello es que muchos de esos hombres, una vez asesinado el dictador, desaparecen de la escena política romana. Sin embargo, es ahora en este círculo privado donde se redactaban los decretos del Senado y las leyes. Concretamente, parece que se procedía así: se daba a sus proyectos de ley la forma de decretos del Senado y luego se presentaban todos juntos para que fueran ratificados de forma global; así, podía ocurrir que un hombre como Cicerón recibiera de un príncipe cliente de Roma, del que nunca había oído hablar en su vida, un escrito de agradecimiento por concederle el título de rey, supuestamente solicitado por el propio Cicerón.
Para controlar mejor a la población ciudadana, se prohibieron los collegia políticos12; en el ámbito del poder judicial, se reguló de nuevo la composición de los tribunales13 y se endurecieron las penas14; y en el campo de la administración provincial, se redujo la duración de la gestión de los gobernadores a un año para los antiguos pretores y dos para los ex cónsules, posiblemente para evitar la creación de poderes personales similares al que el propio dictador se había formado en las Galias. Finalmente se reformó el calendario15, que, con leves modificaciones en el siglo XVI, sigue vigente aún hoy.
Y por último, cabe mencionar una serie de “últimos planes”16 recogidos por las fuentes, que nunca se llevaron a cabo. En algunos casos, estos “últimos planes” pueden considerarse proyectos reales del propio César, pero en otros no parecen más que simples invenciones e, incluso, chismes, como, por ejemplo, los rumores sobre la intención del dictador de trasladar la capital del imperio desde Roma a Troya o Alejandría o su propósito de aprobar una ley por la que se le permitiera casarse con varias mujeres a la vez para asegurar así la dinastía. Por el contrario, entre la serie de “últimos planes” que pueden considerarse como auténticos, encontramos un proyecto para codificar del derecho romano, pero, sobre todo, hallamos proyectos de obras públicas, como la desecación de las lagunas pontinas y del lago Fucino, la ampliación del puerto de Ostia, la apertura de un canal en el istmo de Corinto para comunicar los mares egeo y jonio, una nueva calzada desde el Adriático al valle de río Tíber a través de los Apeninos, la edificación del mayor templo del mundo en el campo de Marte y del más grande teatro en la roca Tarpeya...planes que, de ser auténticos-y no hay razón alguna para dudarlo, al menos en parte, si tenemos en cuenta la actividad constructora del dictador durante toda su vida-, pueden descubrir “síntomas típicos de la megalomanía autocrática”17.

NOTAS:
_______________________________
Del consulado a la dictadura perpetua:
_______________________________
1 Un buen ejemplo de ello es, sin duda alguna, la famosa reina Cleopatra. Cleopatra debía su trono a César, lo que la convertía no solamente a ella en clienta del dictador, sino que, a través de su reina, también todo Egipto era cliente de César
2 Las relaciones establecidas con los judíos antes, durante, y después, de la guerra de Alejandría, le aseguraban a César la ayuda de una poderosa clientela, como era la judaica, que ya dio sus frutos en dicha guerra, donde la ayuda dada por Antípatro a César fue clave para lograr la victoria (Flavio Josefo, Antigüedades judaicas, XIV).
3 Cálculo por Martin Jehne (Julio César, 98). Cabe señalar que 34 legiones equivalen a unos 204.000 hombres aproximadamente, soldados expertos y entrenados que solo obedecían a César
4 “Alguien llega a contar, jurando que se trata de noticias auténticas, que César va diciendo que quiere vengar a Cneo Carbón, Marco Junio Bruto (padre del futuro asesino de César) y a todos sobre los que se ha abatido la crueldad de Sila, al cual éste (Pompeyo) había ayudado”, Cicerón, IX Epístola a Ático, 25 de marzo de 49 a.C.
5 En Corfinium, la guarnición pompeyana acababa de rendirse a César el 21 de febrero del año 49, incluido Domicio Ahenobarbo, que estaba encargado de defender la ciudad del avance cesariano. El futuro dictador los dejó irse libres a todos. En esta carta explica el motivo.
6 Debe pensar sobre todo en Sila y Mario
7 “Había dicho Pompeyo que consideraría enemigos a los que no defendiesen la República romana (de César) y César declaró que tendría por amigos a quienes permanecieran neutrales” Suetonio, Cayo Julio César, LXXV
8 “El primer paso de éste (César) fue marchar en busca de Domicio Ahenobarbo, que con treinta cohortes ocupaba Corfinium, y puso en frente de esta ciudad su campamento. Se dio Domicio por perdido, y pidió al médico, que era uno de sus esclavos, el veneno, y tomando el que le proporcionó se retiró para morir; pero habíendo oído al cabo del poco que César usaba de gran humanidad con los prisioneros, se lamentaba de sí mismo y condenaba su precipitada determinación. En esto, como el médico le alentase, diciéndole que era narcótica y no mortífera aquella bebida que había tomado, se puso muy contento y levantándose se dirigió a César, y, con todo, tras que éste le alargó la diestra (a Domicio)volvió a pasarse al bando de Pompeyo”. Plutarco, Vida de César, XXXIV. De hecho, más tarde Domicio dirigió también la resistencia de Marsella contra las tropas cesarianas de Décimo Bruto y Trebonio (César, Guerra Civil, I, 36). Domicio fallecería finalmente en Farsalia
9 Plutarco, Vida de César, LVII
10 Michael Parenti, El asesinato de Julio César, 176
11 Suetonio, Cayo Julio César, XXXIV
12 Suetonio, Cayo Julio César, XLIV

13 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXIV; Apiano, Guerra Civil, II
___________________
Honores y privilegios:
___________________

1 La relación de honores y privilegios recibidos por César expuesta a continuación es una mezcla entre las teorías más aceptadas al respecto, y posiblemente errónea, pues se desconoce el orden y el momento en que César recibió cada uno de los honores o si los recibió, pues muchos privilegios son citados por algunos autores clásicos e ignorados por otros
2 Hasta ese momento el título de Imperator era concedido por las propias tropas al general triunfante y dejaba de usarse tras la celebración del triunfo
3 Plutarco, Vida de César, LVII
4 Aunque algunos autores, como Martin Jehne, consideran que el fastigium, además de adornar los templos, se usaba también para los palacios de los reyes
5 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXVI

_____________
La legislación:
_____________
1 Roldán, La República romana, 628
2 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
3 Parenti, El asesinato de Julio César, 196
4 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
5 Cálculos realizados por Roldán, Historia de Roma, 248 y Martin Jehne, Julio César, 129
6 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
7 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
8 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXVI
9 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
10 Plutarco, Vida de César, LVIII; Suetonio, Cayo Julio César, LXXVI
11 Cicerón, Epístola a Ático, enero del 44
12 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
13 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
14 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
15 Suetonio, Cayo Julio César, XLIII
16 Plutarco, Vida de César, LVIII; Suetonio, Cayo Julio César, LIV
17 Tom Holland, Rubicón, 386