miércoles, 12 de agosto de 2015

La dictadura de Julio César

Del consulado a la dictadura perpetua.

Desde la guerra civil, César fundamentó su posición en dos magistraturas concretas, el consulado y la dictadura, alternadas anualmente (dictadura, 49 y 47; consulado, 48 y 46), y modificadas según la necesidad de César. Finalizada la campaña de África, el Senado, entre otros muchos privilegios, le concedió la dictadura durante diez años consecutivos, aunque en la forma de diez dictaduras anuales para guardar, al menos formalmente, las apariencias; se le otorgó asimismo la praefecta moribus, es decir, la vigilancia censoria sobre las costumbres, durante tres años, junto con el derecho a presentar candidatos ante el pueblo-lo que le permitía intervenir en las elecciones-, y el de ser preguntado en primer lugar en cada sesión del Senado como princeps senatus-lo que posibilitaba la imposición de su voluntad sobre los senadores-. Tras la campaña de Munda, en el 45, César continuó acumulando cargos: se le nombró cónsul único, cargo que depuso en beneficio de los candidatos ordinarios, pero manteniendo el carácter de dictador, que en el 45 completaba su tercer y cuarto períodos; asimismo, se le entregó el mando único de todo el ejército, se le concedió la facultad de decidir sobre finanzas públicas, y se le permitió designar personalmente a los magistrados extraordinarios, así como a los gobernadores de las provincias, y más tarde también a los magistrados ordinarios. Finalmente, en el mes de febrero del 44, se le entregó la dictadura perpetua, cargo de carácter vitalicio, al igual que el pontificado máximo, que César ocupaba ya desde el año 63 a.C.
Sin embargo, todo el poder del dictador no se basaba sólo en esta acumulación de cargos de carácter político, sino también en sus ejércitos y en los recursos del Imperio, que César había organizado en torno a su persona, en unas proporciones desconocidas hasta este momento. A lo largo de su carrera política, César había estado prácticamente en todas las provincias, y, allí, había tomado numerosas decisiones para vincular a su persona a la mayoría de los habitantes del Imperio, gracias al sistema de la clientela y a conceder privilegios de todo tipo ya fuera a individuos particulares1 o a sociedades enteras2, a semejanza de lo que Pompeyo había hecho en su época en Oriente e Hispania. Si a esto le añadimos que también en Roma y en Italia eran incontables las personas y los grupos que él había vinculado a su persona, se verá con absoluta claridad que César había adquirido en el sistema de la clientela una posición que ni la fuerza social de todos sus colegas podía ya neutralizar. El dictador, además, tenía repartido por todo el Imperio un ejército de unas treinta y cuatro legiones3, que estaba sometido solamente a él. Así el control romano y el de César estaba garantizado de una forma nueva completamente; se trataba de un fuerte potencial, que César podía reunir en cualquier momento.
Parece seguro que este poder absoluto, obtenido por César y fundamentado en la dictadura perpetua, no fue la culminación de un proyecto concebido anteriormente, cuando como procónsul comenzó la guerra civil Apenas puede dudarse que, entonces y en los primeros años de ese conflicto, César sólo deseaba asegurar su supervivencia política. Sólo poco a poco, a medida que los medios de poder se concentraban en él y crecía su ámbito de intervención, debió abrirse paso la idea del poder absoluto.
Sea con fuese, una vez iniciados el conflicto y el proceso de acumulación de poder por César, debió de planteárseles a sus contemporáneos la duda de cómo César pensaba utilizar dicho poder. Se debe a Cicerón la advertencia de que el golpe de Estado de Sila es el precedente más cercano al de César; al fin y al cabo, había demasiadas similitudes entre ambos: tanto el uno como el otro no sólo habían dado ese golpe de Estado, sino que también habían invadido la península itálica, marchado sobre la capital, iniciado una guerra civil y ocupado el cargo de dictador. Faltaba por saber si César, al igual que hiciera Sila, llevaría a cabo nuevas proscripciones, y quienes podían estar incluidos en ellas.
Esa duda angustiaba a Cicerón, como debió preocupar a todos los que contemplaban el curso de los acontecimientos, pues le habían dicho al ex cónsul que César amenazaba con vengarse de todos los asesinatos de los partidarios de Mario4. Para tranquilizar a quienes, como Cicerón, temían el regreso de las proscripciones, aclarar sus intenciones y atraer a su lado a quienes aún permanecían indecisos entre Pompeyo y él- como, por ejemplo, el propio Cicerón-, César escribió la siguiente carta:


“De César a Opio y Balbo. Me complace mucho la carta en la que aprobáis sin reservas todo cuanto ha ocurrido en Corfinium5. Con mucho gusto me serviré de vuestros consejos y con un mayor motivo, porque ya por mi parte había decidido predisponer las cosas tratando de mostrarme lo más moderado posible, y conseguir restablecer un acuerdo con Pompeyo”
“Hagamos, pues, un esfuerzo en este sentido, para ver si podemos reconquistar el consenso de todos y conseguir una victoria duradera. Recurriendo a la crueldad, los otros6 no lograron evitar el odio y menos aún conservar durante largo tiempo el fruto de su victoria. A excepción, claro está, de Lucio Cornelio Sila, a quién yo no pienso imitar”
“Qué este sea el nuevo método para vencer: que nuestro punto de fuerza sea la comprensión y la generosidad. Yo ya tengo algunas ideas acerca de cómo lograr este objetivo y todavía se puede idear mucho más. Hacedme conocer vuestras propuestas sobre este punto.”
“He capturado a Numerio Magio, prefecto de Pompeyo Naturalmente, siguiendo mi habitual manera de actuar, lo he dejado libre de inmediato. Hasta este momento, dos comandantes del cuerpo de Ingenieros Militares de Pompeyo han caído en mi poder y han sido liberados por mí. Si quisieran mostrar su gratitud, deberían exhortar a Pompeyo de que prefiera ser amigo mío antes que de esos que siempre han sido irreductiblemente hostiles tanto a él como a mí, esos cuyas tramas delictivas han reducido a la República a sus actuales condiciones”


Conocemos esta carta de César, escrita el 5 de marzo del 49 durante su marcha hacia Roma, tras la capitulación de Corfinium, el mes anterior, gracias al epistolario de Cicerón a Ático. El 13 de marzo de ese mismo año, Cicerón escribe a Ático, que le insta a no romper con César, que, prácticamente, le ha convencido para llevar a cabo esa conducta que le recomiendo-a la que después con todo no se va a atener-, y como prueba de esta decisión, Cicerón le habla a su amigo del intenso intercambio de cartas entre él y Opio y Balbo, agentes de César en la ciudad de Roma y sus consejeros políticos; y, como muestra de ello, Cicerón incluye una carta que César ha escrito a los dos-la citada más arriba-, y que éstos le han hecho llegar poco después en forma de copia.
Se trata, sin duda, de una “carta abierta”, destinada a divulgar la conducta que César pensaba seguir. Seguramente, Cicerón no fue el único que recibió una copia de esta misiva, sino que esta maniobra debió repetirse también en otros personajes importantes -aquellos que había decidido quedarse en la capital pese a las amenazas de Pompeyo7 a quienes, de permanecer en Roma, se convertían, según él, en “cómplices” de César-, con el fin de atraerlos definitivamente a su bando. Esa “carta abierta”, sin embargo, no sólo pretendía divulgar la conducta que César pensaba seguir sino que también era una declaración de principios, ya que en ella se encuentras esbozadas las decisiones que guiarán a César a lo largo de la guerra civil y, después, en la dictadura El punto clave, sin duda, era mantenerse lejos del modelo de Sila, es decir, de las proscripciones, porque “recurriendo a la crueldad, los otros no han podido evitar el odio, y, menos todavía, conservar durante largo tiempo el fruto de su victoria; a excepción, claro está, de Lucio Cornelio Sila, a quién yo no pienso imitar”. En esta carta, además, el futuro dictador dice, entre otras cosas, que ya tiene “varias ideas”, acerca de cómo poner en práctica su programa de reconciliación, basado en “reconquistar el consenso de todos”, realizando lo que él denomina como “un nuevo modo de vencer”. No sabemos lo que quiere decir más allá de lo que nos revela su decisión, desde Corfinium, de dejar libres a sus adversarios-incluso a los de rango elevado como Domicio Ahenobarbo8-después de haberlos vencido, aún a costa de encontrárselos, más tarde, de nuevo en contra. Es la famosa clemencia de César, ampliamente reconocida en su época, como muestra el hecho de que “no fue sin razón el haber decretado en su honor un templo a la Clemencia, como prueba de gratitud por su bondad Porque perdonó a muchos de los que habían hecho la guerra contra él, y a algunos incluso les concedió honores y magistraturas, como a Bruto y a Casio”9
Sin duda no debieron de escapársele a César los resultados propagandísticos de su clemencia, ni por tanto tampoco los prácticos, su utilidad para lograr lo que él debió considerar su principal objetivo, “reconquistar las voluntades de todos”, es decir, lograr el consenso. Ahora bien, consenso no debió significar para César sólo la aprobación de la opinión pública sino también, posiblemente, la rapidez de absorber en su propio bando a los pompeyanos. César, por tanto, no habría pretendido nunca ser y presentarse como el hombre de “una sola parte”, como Sila, o, antes que él Mario, sino que con su clemencia deseaba convertir a los enemigos en aliados, ya que seguramente “creía que las medidas punitivas sólo creaban residuos tóxicos de enemistad y venganza”10; de hecho, una piedra angular de la política de César fue, sin duda, la de intentar movilizar en torno a él a las fuerzas mejores, sin que importara la tendencia ideológica. En este sentido, el ejemplo más claro es Marco Terencio Varrón, general pompeyano11 vencido por las tropas de César en Hispania al iniciarse la guerra civil, pero al que el propio César encargara, tras ocupar el cargo de dictador y finalizar la campaña de África, el proyecto de instituir en la ciudad de Roma una biblioteca greco-latina12.
Sin embargo, fue su propia clemencia lo que perdió, entre otros motivos, a César, como sabían muy bien aquellos que en los funerales del dictador aplaudieron especialmente el verso de Pacuvio, de su obra Armorum Iudicium: “¡Qué haya salvado a esos hombres que después habrían de matarme!”13 Ya que una cosa es que César estuviera decidido a perdonar a todos sus adversarios, y otra muy distinta que sus enemigos también estuviesen dispuestos a hacer lo mismo con él.

Honores y privilegios1.

Para entonces, el Senado había acumulado nuevos y muy numerosos honores y privilegios sobre el dictador. Ya en una fecha relativamente temprana-concretamente, tras la batalla de Farsalia-se había dejado en manos de César la decisión sobre la suerte de los pompeyanos; además, se le concedió, al parecer, la facultad de distribuir las provincias pretorianas sin que hubiera un sorteo, cosa que, más tarde, se extendió también a las provincias consulares. Del mismo modo, tras la batalla de Thapsos, se le concedió a César, por tres años, la praefecta moribus, vigilancia censoria sobre las costumbres, el derecho de manifestar todas sus opiniones antes de que el Senado pudiese deliberar y el de poder recomendar a éste candidatos para los cargos, es decir, la posibilidad de imponer su voluntad a todo el Senado y la de intervenir en las elecciones. Pero la serie de honores no se detuvo ahí.
Tras la batalla de Munda, antes incluso de que César regresara a Italia, se le concedieron los títulos de liberator e imperator2, que pasó a ser parte integrante y hereditaria de su nombre; le fue otorgado el derecho a usar en cualquier ocasión la vestimenta triunfal, la corona de oro de los antiguos reyes etruscos, la corona de laurel de los triunfadores, y la corona de roble o cívica de los salvadores de la patria Más importante es la serie de privilegios de índole política: le fue entregado a César el mando único del ejército romano, como general en jefe, con lo que el dictador se reservaba en exclusiva el fundamento de su poder, que residía precisamente en el ejército; se le concedió también la facultad de decidir sobre las finanzas públicas, que tradicionalmente había sido una prerrogativa del Senado; y, por último, los jefes de provincias dejaron de depender del Senado para pasar a depender también de él Otros honores tienen un significado religioso: se pondría en el templo de Quirino o de Rómulo divinizado una estatua con sus rasgos y la inscripción “al dios invencible” o “al semidios”, y otra en el monte Capitolio, al lado de la de Bruto, el primer cónsul de la República, que se levantaba junto a las de los siete reyes antiguos de la ciudad de Roma.
En verano del 45, cuando César volvió de Hispania continuó aún más la serie de honores y poderes: se le concedió un nuevo título-pater patriae-, la colocación de sus estatuas en todos los templos de Roma y los municipios, y la designación del mes Quinctilis, el de su nacimiento, como Iulius. Más importantes y significativas fueron la concesión de la sacrosanctitas o la inmunidad religiosa de los tribunos de la plebe; el juramento de todos los senadores de proteger su vida; la obligación de todos los magistrados a jurar respeto a los decretos de César y la decisión de aceptar, por adelantado, sus actos de gobierno, llegando, incluso, a concedérsele, primero, la facultad de designar personalmente a los magistrados extraordinarios, y, más tarde, también a los ordinarios; y, finalmente, se votó para él una guardia personal permanente de origen ibérico.
Con respecto a esta enorme multitud de privilegios no está claro en primer lugar si César deseó esos honores, ya sea en su totalidad o parte. En segundo lugar, si incluso, en ciertos casos, no se trataban de las maniobras de propaganda de sus enemigos “para tener después más pretextos contra él y para demostrar en un futuro que su acción se fundaba en muy sólidas y muy graves acusaciones”3. Y, por último, si se deben a oleadas de miedo o de devoción del Senado, cosa que quizás podría explicar el gran número de privilegios y de honores concedidos a César. Para ello debemos tener en cuenta que “en una dictadura la histeria de los honores es algo que se autopropulsa”: si en la cúspide del Estado hay una sola persona, y esta persona tiene el poder de acabar o de promocionar las carreras políticas y las vidas de las demás, es lógico pensar que los representantes de la vida pública antes opuestos a él deseen ganarse su perdón, que los que quieran algún favor suyo intenten obtener su aprobación y que los que ya lo hayan conseguido pretendan mostrarle su agradecimiento; y una forma acreditada de lograr las tres cosas es mediante las aprobaciones de los decretos que le ensalcen Quizás, una vez iniciado todo este mecanismo, ni el propio dictador pueda frenarle, porque, aunque afirme que no da ninguna importancia a esos honores y privilegios, nunca se puede estar seguro de si habla realmente en serio, y arriesgarse a creerlo puede resultar tarde o temprano muy peligroso.
Dejando a parte este asunto, una cuestión particularmente importante es el grupo de privilegios y de honores de carácter religioso. A los concedidos antes y después de la batalla de Munda, ya citados, vinieron a añadirse otros cada vez más comprometidos en cuando a la consideración de César como un ser sobrehumano e, incluso, un dios: así, a finales del 45, su imagen recibió el derecho de usar el pulvinar, o capilla como las de las divinidades clásicas; en los traslados solemnes de las estatuas de los dioses con motivo de ciertas festividades religiosas, se llevaría también una estatua de César con vestimenta triunfal; su mansión sería adornada con un fastigium, la cornisa decorada4, reservada sólo a los templos; su persona, con la advocación de divus Iulius, recibiría culto en un nuevo templo, en compañía de la diosa Clementia, con un flamen, o sacerdote propio, que, si embargo, parece que no fue inaugurado hasta después del asesinato de César: y, por último, una vez muerto, su cadáver sería enterrado dentro del pomerium, o recinto sagrado de la ciudad, honor no autorizado antes a ningún ser humano, y que sólo se concedería a algunos pocos emperadores tras él, como Trajano.
No puede dudarse, por tanto, que el dictador recibió en vida honores divinos; sobre lo que no existe unanimidad es en cuanto a su significación religiosa y política, a la actitud de César frente a ello, y, en especial, si ha tenido lugar, o no, una divinización de César en vida, como consecuencia de todos estos decretos del Senado. Personalmente considero que dicha divinización no se llevó a cabo, pues, aunque las fuentes se escandalicen de que César “no se contentó con aceptar los honores más altos (…) si no que él admitió, además, que se le decretasen otros superiores a la medida de las grandezas humanas”5, es muy significativo el hecho de que el asesinato de César no fue justificado mediante su supuesta divinización, sino solamente por su supuesta aspiración a la monarquía.

La legislación.


El propio César definió su programa legislativo con la expresión “crear tranquilidad en Italia, paz en las provincias y seguridad en el Imperio” Para conseguirlo, César, después la guerra civil, no utilizó ningún método revolucionario, “ya que en sus decretos y planes falta el componente revolucionario de transformación violenta de la estructura social existente”1, sino que simplemente reutilizó, si bien con ciertos cambios, medidas que ya habían sido aplicadas anteriormente Su reforma, conservadora, trató de garantizar la posición social y económica de los estamentos más altos, aunque ofreciendo a los demás varios beneficios, a cambio de ciertas renuncias y sacrificios por parte de todas las clases sociales. Esta otra cara de su política de conciliación queda reflejada, por ejemplo, en las medidas que César adoptó relativas a las deudas2: no las canceló-porque esto habría perjudicado a las clases altas, sobre todo al orden ecuestre, que actuaban como prestamistas-pero decretó que el pago de las deudas debía efectuarse en referencia al valor vigente de los bienes antes de la guerra civil, para lo que se nombró “árbitros” que garantizasen que las transacciones eran las correctas.
De sus medidas sociales la más destacable es su política de colonización y de concesión del derecho de ciudadanía, considerada por algunos autores como la más fecunda y original de todas. Como era ya costumbre para todos los generales, desde la reforma del ejército llevada a cabo por Mario en los últimos años del siglo II a.C., César se vio obligado a buscar tierras cultivables para repartirlas entre sus veteranos. Sila, antes que él, había resuelto el problema de forma cómoda y rápida, mediante la confiscación de tierras en Italia, pertenecientes al adversario y obtenidas gracias a las proscripciones Pero la política de conciliación y clemencia, proclamada por el propio César, le impedía apoderarse de las tierras de los particulares, y ager publicus apenas quedaba en toda la península itálica tras la legislación del propio César realizada durante su consulado del año 59 a.C.
Como solución, César llevó a cabo una extensa política de asentamientos coloniales fuera de Italia, en las provincias, similar a la efectuada por Mario en su momento. La diferencia radicaba en que las medidas de colonización provincial de César no se limitaron al asiento de todos sus veteranos, si no que sirvieron también para llevar a cabo parte de su ambiciosa política social, que pretendía reducir el proletariado urbano de Roma, continuo foco de disturbios desde hacía más de un siglo, debido a que “la única fuente de ingresos de esa multitud desheredada y sin empleo procedía de la liberalidad pública o de la interesada caridad de la clase política”3. Suetonio estima en 80.000 los ciudadanos de la capital que se beneficiaron de esta política de conciliación4, lo que, además, permitió también que se redujera el número de ciudadanos con derecho a reparto gratuito de trigo aproximadamente desde 320.000 a unos 150.0005, reduciéndose enormemente, por tanto, esa carga económica del Estado.
La fundación de colonias en las provincias-principalmente en Hispania, Galia y África-, además de proporcionar tierras de cultivo a miles de ciudadanos y de veteranos sirvió igualmente para extender la romanización por grandes territorios. Asimismo la fundación de cada colonia significaba también un fortalecimiento de la posición social de César y una exaltación de sus virtudes-igual a lo ocurrido en Oriente con las fundaciones de Pompeyo-, como demuestran los nombres que recibieron muchas de las nuevas ciudades: Iulia Triumphalis (Tarragona) Claritas Iulia (Espejo) o Iulia Victrix (Velilla del Ebro), por nombrar algunos ejemplos españoles. La muerte del dictador poco después le impidió completar sus planes de colonización, cumplidos, sobre todo, con Augusto Que en la mayoría de los casos la legislación de César no pasara de simple proyecto no debe extrañar, si tenemos en cuenta el poco tiempo del que dispuso el dictador para completar su obra: apenas unos seis meses, desde que regresa a Roma de Hispania tras derrotar a los hijos de Pompeyo en octubre del año 45 hasta que es asesinado en marzo el 44. Con todo, en el caso de su política colonizadora, esto no impidió que su obra fuera enorme a la igual que ambiciosa, si tenemos en cuenta que en dos o tres años se fundaron o proyectaron más colonias nuevas que entre los gobiernos de Tiberio y Trajano.
En relación con todas estas fundaciones, hay que citar la política de concesión de la ciudadanía o de derecho latino, llevada a cabo por César, no sólo a particulares-como había sido costumbre ente los generales del siglo I a.C. para premiar, sobre todo, servicios militares-, si no a comunidades enteras fuera de Italia, como premio por su lealtad o sus servicios- con estos medios-es decir, la ciudadanía y el derecho latino-muchas de las comunidades de Occidente se organizaron ahora como municipia, a imagen y semejanza de Roma, y, por tanto, progresaron en su romanización. Y para favorecer esta formación de municipia, César proyectó una ley basada en la equiparación de los distintos estatutos de la administración y jurisdicción de los municipios, pero que sólo fue aprobada tras su muerte.
Otras medidas de carácter político-social, aunque quizás de mucho menos alcance, nos muestran la preocupación constante de César por frenar, en primer lugar, la proletarización de la plebe urbana, y en segundo lugar por fomentar la existencia de una “burguesía”, culta y pudiente, en la península de Italia. En el primer caso, destaca el edicto por el que obligaba a los propietarios de los latifundios a emplear como mínimo a un tercio de trabajadores libres. Para lograr lo segundo, dispuso que ningún ciudadano pudiera abandonar la península itálica durante más de tres años-exceptuando obviamente a los que formaban parte del ejército o debía realizar cargos políticos en las provincias6- y “concedió el derecho de ciudadanía a cuantos practicaban la medicina en Roma o cultivaban las artes liberales, con la intención de fijarlos en la ciudad y atraer a los que estaban fuera”7, con el fin de poder elevar el nivel cultural de Roma para que se correspondiera con su papel de capital del imperio.
Destacan, igualmente, las medidas políticas de César. La mayoría de éstas se basaron en adaptar las instituciones republicanas a su posición de poder sobre el Estado romano, sin pretender reformarlas en profundidad, lo que constituye, probablemente, uno de los grandes fallos de la política de César, ya que nunca ofreció ninguna alternativa coherente y aceptable al régimen senatorial, con lo que sus reformas y su propio poder absoluto carecieron de base y apoyo dentro de la sociedad y la política de la época. Entre las medidas políticas, encontramos en primer lugar la reorganización del Senado, aumentando-como ya hiciera Sila-el número total de sus miembros, de 600 a 9008, por supuesto, con partidarios leales, sin importar ni siquiera su origen, al tiempo que restringía radicalmente todas sus prerrogativas, hasta convertirla en una institución vacía de poder, mero dispensador de honores y de privilegios. Las magistraturas, por su parte, perdieron casi por completo su posibilidad de obrar con independencia, atentas a las decisiones de César, y consideradas probablemente por el dictador más como un cuerpo de funcionarios que como portadores del poder ejecutivo del Estado: aumentaron de número9 y cómo su elección dependió, en un principio, de la opinión de César, y poco después de la propia elección de César, se convirtieron en simples honores privados de todo contenido, pues su obtención dependía de los servicios prestados al dictador. Un ejemplo del desprecio del dictador por las magistraturas, de su elección por César y la utilización consciente de éstas como un pago a los servicios de sus partidarios, lo constituye el hecho de que el 31 de diciembre del 45 a.C.10 ordenó que se eligiese a un nuevo cónsul para el resto del día, en sustitución del ordinario, Fabio Máximo, que acababa de morir, sin preocuparle el hecho de que sólo unas horas más tarde entrarían en funciones los cónsules previamente designados para el 44. Cicerón declaró, con triste ironía11, que el consulado de Caninio siempre se recordaría, pues durante él nadie había comido ningún alimento, ni cometido ningún delito, porque el cónsul no había cerrado los ojos en todo el tiempo de su magistratura.
Las asambleas populares de Roma también mantuvieron apenas sus apariencias, y si como hasta ese momento, continuaron existiendo, como expresión de gobierno, leyes, edictos o senatusconsulta, ya no surgieron de la actividad libre del Senado y del pueblo sino que se convirtieron en meros reflejos de la voluntad del dictador. César sabía bien que las instituciones políticas de la república no podían eliminarse sin más, pero tampoco obstaculizar sus decisiones; por ello, con sus medidas políticas, el dictador debilitó o destruyó los órganos tradicionales de gobierno, lo que, sin duda alguna, permitió a César hacer un uso más libre de su recién adquirido poder absoluto.
Quién gobernaba ya no era por tanto el Senado o las asambleas, sino César a través de su equipo de colaboradores. Durante la guerra de las Galias, César se había ido rodeando de un grupo de hombres que gozaban de toda su confianza Ahora que su gobierno se extendía sobre todo el Imperio, dirigían con él los asuntos de Estado. Hombres como Lucio Cornelio Balbo, Cayo Opio, Quinto Pedio, Aulo Hircio, Marco Emilio Lépido o el propio Marco Antonio, no tenían apenas peso en la política como personajes autónomos y solamente representaban algo en el mundo romano porque colaboraban con César continuamente; prueba de ello es que muchos de esos hombres, una vez asesinado el dictador, desaparecen de la escena política romana. Sin embargo, es ahora en este círculo privado donde se redactaban los decretos del Senado y las leyes. Concretamente, parece que se procedía así: se daba a sus proyectos de ley la forma de decretos del Senado y luego se presentaban todos juntos para que fueran ratificados de forma global; así, podía ocurrir que un hombre como Cicerón recibiera de un príncipe cliente de Roma, del que nunca había oído hablar en su vida, un escrito de agradecimiento por concederle el título de rey, supuestamente solicitado por el propio Cicerón.
Para controlar mejor a la población ciudadana, se prohibieron los collegia políticos12; en el ámbito del poder judicial, se reguló de nuevo la composición de los tribunales13 y se endurecieron las penas14; y en el campo de la administración provincial, se redujo la duración de la gestión de los gobernadores a un año para los antiguos pretores y dos para los ex cónsules, posiblemente para evitar la creación de poderes personales similares al que el propio dictador se había formado en las Galias. Finalmente se reformó el calendario15, que, con leves modificaciones en el siglo XVI, sigue vigente aún hoy.
Y por último, cabe mencionar una serie de “últimos planes”16 recogidos por las fuentes, que nunca se llevaron a cabo. En algunos casos, estos “últimos planes” pueden considerarse proyectos reales del propio César, pero en otros no parecen más que simples invenciones e, incluso, chismes, como, por ejemplo, los rumores sobre la intención del dictador de trasladar la capital del imperio desde Roma a Troya o Alejandría o su propósito de aprobar una ley por la que se le permitiera casarse con varias mujeres a la vez para asegurar así la dinastía. Por el contrario, entre la serie de “últimos planes” que pueden considerarse como auténticos, encontramos un proyecto para codificar del derecho romano, pero, sobre todo, hallamos proyectos de obras públicas, como la desecación de las lagunas pontinas y del lago Fucino, la ampliación del puerto de Ostia, la apertura de un canal en el istmo de Corinto para comunicar los mares egeo y jonio, una nueva calzada desde el Adriático al valle de río Tíber a través de los Apeninos, la edificación del mayor templo del mundo en el campo de Marte y del más grande teatro en la roca Tarpeya...planes que, de ser auténticos-y no hay razón alguna para dudarlo, al menos en parte, si tenemos en cuenta la actividad constructora del dictador durante toda su vida-, pueden descubrir “síntomas típicos de la megalomanía autocrática”17.

NOTAS:
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Del consulado a la dictadura perpetua:
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1 Un buen ejemplo de ello es, sin duda alguna, la famosa reina Cleopatra. Cleopatra debía su trono a César, lo que la convertía no solamente a ella en clienta del dictador, sino que, a través de su reina, también todo Egipto era cliente de César
2 Las relaciones establecidas con los judíos antes, durante, y después, de la guerra de Alejandría, le aseguraban a César la ayuda de una poderosa clientela, como era la judaica, que ya dio sus frutos en dicha guerra, donde la ayuda dada por Antípatro a César fue clave para lograr la victoria (Flavio Josefo, Antigüedades judaicas, XIV).
3 Cálculo por Martin Jehne (Julio César, 98). Cabe señalar que 34 legiones equivalen a unos 204.000 hombres aproximadamente, soldados expertos y entrenados que solo obedecían a César
4 “Alguien llega a contar, jurando que se trata de noticias auténticas, que César va diciendo que quiere vengar a Cneo Carbón, Marco Junio Bruto (padre del futuro asesino de César) y a todos sobre los que se ha abatido la crueldad de Sila, al cual éste (Pompeyo) había ayudado”, Cicerón, IX Epístola a Ático, 25 de marzo de 49 a.C.
5 En Corfinium, la guarnición pompeyana acababa de rendirse a César el 21 de febrero del año 49, incluido Domicio Ahenobarbo, que estaba encargado de defender la ciudad del avance cesariano. El futuro dictador los dejó irse libres a todos. En esta carta explica el motivo.
6 Debe pensar sobre todo en Sila y Mario
7 “Había dicho Pompeyo que consideraría enemigos a los que no defendiesen la República romana (de César) y César declaró que tendría por amigos a quienes permanecieran neutrales” Suetonio, Cayo Julio César, LXXV
8 “El primer paso de éste (César) fue marchar en busca de Domicio Ahenobarbo, que con treinta cohortes ocupaba Corfinium, y puso en frente de esta ciudad su campamento. Se dio Domicio por perdido, y pidió al médico, que era uno de sus esclavos, el veneno, y tomando el que le proporcionó se retiró para morir; pero habíendo oído al cabo del poco que César usaba de gran humanidad con los prisioneros, se lamentaba de sí mismo y condenaba su precipitada determinación. En esto, como el médico le alentase, diciéndole que era narcótica y no mortífera aquella bebida que había tomado, se puso muy contento y levantándose se dirigió a César, y, con todo, tras que éste le alargó la diestra (a Domicio)volvió a pasarse al bando de Pompeyo”. Plutarco, Vida de César, XXXIV. De hecho, más tarde Domicio dirigió también la resistencia de Marsella contra las tropas cesarianas de Décimo Bruto y Trebonio (César, Guerra Civil, I, 36). Domicio fallecería finalmente en Farsalia
9 Plutarco, Vida de César, LVII
10 Michael Parenti, El asesinato de Julio César, 176
11 Suetonio, Cayo Julio César, XXXIV
12 Suetonio, Cayo Julio César, XLIV

13 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXIV; Apiano, Guerra Civil, II
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Honores y privilegios:
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1 La relación de honores y privilegios recibidos por César expuesta a continuación es una mezcla entre las teorías más aceptadas al respecto, y posiblemente errónea, pues se desconoce el orden y el momento en que César recibió cada uno de los honores o si los recibió, pues muchos privilegios son citados por algunos autores clásicos e ignorados por otros
2 Hasta ese momento el título de Imperator era concedido por las propias tropas al general triunfante y dejaba de usarse tras la celebración del triunfo
3 Plutarco, Vida de César, LVII
4 Aunque algunos autores, como Martin Jehne, consideran que el fastigium, además de adornar los templos, se usaba también para los palacios de los reyes
5 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXVI

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La legislación:
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1 Roldán, La República romana, 628
2 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
3 Parenti, El asesinato de Julio César, 196
4 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
5 Cálculos realizados por Roldán, Historia de Roma, 248 y Martin Jehne, Julio César, 129
6 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
7 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
8 Suetonio, Cayo Julio César, LXXXVI
9 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
10 Plutarco, Vida de César, LVIII; Suetonio, Cayo Julio César, LXXVI
11 Cicerón, Epístola a Ático, enero del 44
12 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
13 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
14 Suetonio, Cayo Julio César, XLII
15 Suetonio, Cayo Julio César, XLIII
16 Plutarco, Vida de César, LVIII; Suetonio, Cayo Julio César, LIV
17 Tom Holland, Rubicón, 386

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