viernes, 15 de mayo de 2015

Yo, Claudia Livila (XXIX)

Mi pequeña... Mi niña... Mi preciosa e inteligente niña... ¡Julia! ¡Mi Julia!... ¡Oh, mi niña querida, mi bendición, mi redención, mi única buena obra! ¡Que no se me permitiera darte un último abrazo, mis últimos besos, pronunciar mi defensa y elegía, la postrer despedida...! ¿Por qué, madre? ¡¿Por qué?! ¡Cruel! ¡Despiadada, inmisericorde y cruel! ¿Dónde está ahora la piedad que tanto pregonas...? ¡Me privas de lo que más quiero, de lo único que puede darme paz y consuelo en mis últimos momentos! ¡Antonia! Así te llamó ahora: ¡Antonia! Pues no mereces el sagrado nombre de "madre"... ¡Antonia! ¿Me escuchas? Sé que me escuchas desde tu inservible corazón de hielo y piedra, aunque debajo de la puerta tus pies no se muevan... Escucha pues la maldición escapar de mi boca: ¡habré de arrastrar tu alma al fango de los Infiernos y perseguirte con teas encendidas junto a las justas Furias mientras aún vivas! ¡Habré de torturarte en los sueños! ¡Habré de sembrar en tu cuerpo mil padecimientos y en tu mente locuras sin cuento! ¡Me bastan para ello mis recuerdos, lo que me estás haciendo! ¡Lo haré! ¡Lo juro! ¡¡Habré de hacerlo!! ¡Por qué soy carne de tu carne y así me condenas a la sed y el hambre! ¡Por qué ella es carne de mi carne!... y me la has arrancado de mis brazos vacíos que lloran sangre de mil anhelos... ¡Dulce Bona Dea! Mil besos la di desde aquella tarde en que la entregué a la vida, cien mil besos a lo largo de los días, innumerables caricias, incontables sonrisas... Y nunca fue suficiente. Más llegó una mañana en que ya no los necesitaba ni los quería... Esa fue sin duda la señal de que mi escaso tiempo se consumía: ¿no es acaso la muerte más palpable cuando no es la hija quién precisa de su madre, sino es la madre quién desespera por su hija? Es el augurio funesto que indica que ya se ha alcanzado el cenit de la vida, que ya solo queda el lento y vertiginoso descenso hacia la soledad y el recuerdo. ¿Cuánto había pasado tan rápido el tiempo? Parecía haber transcurrido tan solo un ocaso desde que la sentí danzar en el interior de mi cuerpo, desde que la estreché por vez primera contra mi cuerpo y bebió con avidez de mis senos, desde que la conté sus favoritos cuentos, la arropé en su tan diminuto lecho y sostuve sus juguetes sentadas junto al fuego, arropadas por la risa, por una felicidad tan densa que podía aferrarse con las manos y hacer de ella nuestro único manto... y ahora... ahora...
¡Bona Dea, doce años! La misma edad a la que yo me desposé con Cayo... ¿Cómo era posible? Era demasiado joven para convertirse en esposa y matrona. Una niña, ¡mi niña! Y sin embargo hacia ya tiempo que las manos y los dedos me ardían mientras veía como las esclavas la vestían y sabía que ya nunca más podría trenzar su largo cabello y colocar su manto sobre el pelo, mientras ella con lengua de trapo reía y sobre las piernas inquietas una muñeca de madera sostenía... Habían muerto para toda la eternidad esos días... Repentinamente me sentí sin aliento y flaqueando mi cuerpo, busqué asiento. Una mano férrea de fuego y tormento revolvió mi pecho, y por un instante, el pánico me dominó por entero. ¡La perdía! ¡Irremediablemente la perdía! Y aunque ella, al contrario que yo, todavía no se casaría, aunque habría de esperar cuatro años a que su prometido, el aborrecible Nerón, cumpliera la edad en la que el varón compra a su esposa, no era menos cierto que la perdía. Mi pequeña debía de comenzar a soltarse de mis faldas y trazar en solitario el camino de su vida, buscar su propio hogar, su propia familia, cometer sus errores, hallar la fuente de sus alegrías. Así había sido siempre desde que las mujeres parieron hijas. Ese es el ciclo de la vida. Pronto me vería privada de las pequeñas felicidades de sus días: la curiosidad con la que observaba en el mercado los puestos o quedaba por un momento absorta en la contemplación de los templos, un rápido cotilleo, una duda, un consejo, un suspiro, una broma, aquella sonrisa repentina reclinada sobre un texto, el repentino brillar de su clara mirada con el pausado avanzar de la música, los poemas que recitaba entre dientes construyendo una nueva costura, el tamborileo de sus dedos cuando estaba impaciente o nerviosa, y el miedo que por orgullo no confesaba pero buscaba consuelo... Otras llegarían de fuera que me la quitarían, al igual que Julila ocupó tu puesto, eventuales hermanas, esporádicas madres, que la enseñarían lo que yo sin duda también podía, pero ya no me correspondía. Y se iría... ¡se iría! Y a mí, ¿qué me quedaría? Sola de nuevo, ¡sola! ¡Sola con mis ausencias y mis anhelos! ¡Con mis culpas y mis sombras! ¡Con mis recuerdos! Si la perdía... si la perdía... Julia era mi luz, era mi guía... si no hubiera llegado al cumplir el año de mi boda con Druso, yo ya no viviría, pues aquel matrimonio brutal, infeliz y estéril, ella fue mi única, preciada alegría...
Mi niña, ¡Mi Julia! ¡Tan callada, tan serena, tan digna...! ¡Tanto, madre, se te asemeja! Quizás debía aborrecerla por ello, pero ¿me creerás?, la amaba aún más por ello, pues era recuperar a esa Antonia de mejores días, antes de que mi padre el buen Druso ardiera en su pira. Y, sin embargo, aquel día guardaba mi pequeña un reflexivo silencio más tenaz del que por lo general exhibía. Sabía la causa: Nerón también regresaba con Germánico a Roma aquel día, y tras el carro de su padre, en el triunfo, desfilaría... Otros llegarían que se la llevarían, pero ninguno la conocería como yo lo hacía. Y ella lo sabía. ¡Eso me quedaría! ¡Por ello a mi lado siempre regresaría! Quise reír de enloquecido alivio y de consoladora alegría, y, en vez de ello, me permití tratarla de nuevo como una niña, arrebatando a mi esclava el manto que su cabello adornaría. Disgustada por el infantil trato, arrugó el entrecejo en su reflejo y frunció con fastidio la boca, pero no emitió una sola queja. Sonreí con amargura: ¡todavía quería crecer más rápido! "Disfruta de la niñez antes de que la vida te desuelle el cuerpo y deje tu alama rota al descubierto", deseé decirla, más no quise ser la portadora de malos augurios y de peores sueños, más aún cuando estos ya planeaban sobre su cabeza como cuervos negros. Pues, aunque no quisiera aún reconocerlo, aunque se esforzara inútilmente por serlo, aún estaba lejos de ser una adulta y todavía precisaba de aprender las necesarias artes con las que una mujer planeta defensa y si le es preciso va a la guerra: el secreto, la astucia, la sutileza, la mentira, el disimulo, el engaño... ¡Ojalá no tuviera nunca que aprenderla, si bien le eran necesarias con extrema urgencia! Pues su preocupación no encontró barrera en sus labios -al menos en aquella ocasión fue su madre quién recogió el temor que otra hubiera usado para dañarla y someterla-, y en lugar de tragársela, pronunció la palabra más prohibida: Cayo. Me quedé petrificada, perdida en su mirada, en los ojos acusadores que de su padre Druso para mi tormento heredara. Sin duda alguna buscaba valor, ejemplo, guía y enseñanza en la experiencia materna con las que poder enfrentar mejor los oscuros días que se avecinaban. ¿Pero qué iba ya a decirla? Sabía que aborrecía a Nerón con el mismo o más intenso desprecio que mi primo Druso inspiró siempre en mi cuerpo, que nunca le amaría porque eran dos almas muy distintas, que adivinaba en mi sobrino la sombría tiranía de su abuelo Augusto y la soberbia de Agripina. ¿Qué consejo la daría? ¿Le diría como a mi me dijera Livia que, al menos, a sus hijos los amaría? Dudo que le sirviera de consuelo. ¿Le hablaría de Cayo con la lengua impregnada de amor, ensoñaciones, dulces locuras, pasión y anhelos? Eso no podía más que darla falsas esperanzas, causarla dolor en el momento en que Nerón, tan indigno de ella, las destrozara, enloquecerla con la constatación de lo que pocas gozas y ella, por más que lo deseara, nunca tendría. "Hay que dejar descansar a los muertos en sus tumbas de mármol", susurré con lengua temblorosa. No insistió, ni preguntó por su padre. Nunca la estuve tan agradecida. Sin duda mi tiempo concluía. Ya no podía enseñarla más cosas. Para bien o para mal, habría de aprenderlas por si misma. En eso consiste hacerse adulto. Pero al contrario que yo, me repetía, ella siempre tendría a su madre, y yo, en la distancia, siempre la protegería.

*Fotografías: "Pequeño hermano", "En el peristilo", "En el tocador", de John William Godward

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