viernes, 12 de diciembre de 2014

Yo, Claudia Livila (XXII)

Apenas llegada a Roma la noticia de la victoria sobre el caudillo germano por mi hermano al fin conseguida, Tiberio cursó inmediatas órdenes de dar para siempre por concluida aquella guerra de frontera, necesaria y justa, convertida en infame, ridícula y absurda por la ineptitud, la torpeza y la desidia de quién el imaginario popular por amor incomprensible y ciego erigió invicto soldado e infalible héroe frente a otros que ante ellos cosecharon, resignados, años tras años, olvidadas, inadvertidas y extraordinarias victorias sin que su glorioso nombre ni siquiera el populacho una solo vez susurrara, no ya con admiración, sino al menos con apropiado reconocimiento. ¿Cuántas noches sobre mil diversos informes encontré al antes borracho y violento Druso, dormido, agotado y sin resuello, entregando todas sus energías, su tiempo y pensamientos en su consulado a ese pueblo ingrato que le seguía abucheando por la calle mientras clamaba ansioso y desesperado el regreso de quién se había mostrado un inútil Germánico? Aunque eternamente goza tu hijo primogénito en mi pecho del mayor y más intenso de los afectos, ¿cómo no sentir rabia por la falta de reconocimiento de una casa a la que obligada no pertenecía por nacimiento cuando tantos esfuerzos tras más de una década yerma, baldía y perdida por fin se estaban invirtiendo para lograr algo de amor, gloria, y recuerdo? Sentí una insana alegría, una salvaje envidia, una carcajada enloquecida, cuando Tiberio anunció el fin de aquella campaña, pensando que definitivamente Roma comprendería la realidad y la crueldad de su incondicional amor equivocado, y lo volvería hacia quién de verdad lo merecía, hacia Tiberio, hacia Druso, ¡hacia mí!, ¡hacia mi hija!, ¡hacia esta familia!...pero el César, que ante los hechos sucedidos en la lejana Germania albergara un deseo vengativo y de revancha demasiado tiempo dentro de su corazón reseco mientras las desoladoras noticias de esta guerra se iban poco a poco sucediendo, se encontraba no obstante en una encrucijada con una única dirección, una única salida, en la que, por el bien de su perpetuación en el gobierno, más que destrozar por completo aquel enardecido sueño, debía otorgarle sólidos cimientos, y así permitir al pueblo que continuara durmiendo: por ello había esperado a tener un espejismo opaco, espeso, dulce, intenso, que ofrecer a sus súbditos romanos envuelto en un nuevo triunfo, gran émulo de los republicanos de antaño, cuando nuestros antepasados habían logrado dominar la totalidad del Mediterráneo. Había pues que ocultar la realidad de lo acontecido como si jamás hubiera sucedido aunque quemara en la boca, callar por siempre que ninguno de los objetivos con los que Germánico había partido se había cumplido: la provincia por la que mi padre había sangrado no había sido recuperada, ni una porción de tierra había a las fronteras del Imperio regresado, Arminio seguía vivo, y el poder de la coalición germana apenas se había resquebrajado. El balance podía ser todavía más negativo: apenas botín se había logrado mientras los costes desorbitados de aquella campaña nuestras arcas por completo habían vaciado, y las listas de bajas crecían cada día con cada enfermo y herido.
Tiberio, en silencio, rumiaba su ira y se deleitaba urdiendo la aún indefinida forma de calmar su cólera mientras cada día se preparaba para disfrazar el fracaso de augusta victoria ante el siempre ávido populacho, exhibiéndoles el botín de anteriores campañas cuidadosamente seleccionado para no despertar la suspicacia en el recuerdo de los más ancianos, mostrando encadenada a la cautiva esposa Tusnelda con su recién nacido en brazos, colocando en el templo de Marte Vengador con gran parafernalia el águila de la legión recuperada y antes ultrajada, hoy honrada. Como un comediante diseñó el César con suma atención su farsa, y pronto todos los templos elevaron por una inexistente victoria, sacrificios, plegarias y gracias. Heraldos de voz melodiosa no dudaron en anunciar en el foro la agónica y dolorosa muerte de Arminio y el exterminio de todo su ejército, y las celebraciones se extendieron por días en las calles, en el circo, en los anfiteatros, en las tabernas, en las casas, hasta en las altas mansiones del Palatino, y de creer las insistencias en los templos, hasta en los cielos. Observaba todo aquello con una sonrisa de burla y de desprecio, y solo Sejano respondía en la oscuridad a mi gesto; Tiberio guardaba silencio y Druso se aferraba a una gravedad inusitada que arrugaba su entrecejo y envejecía sus mejillas cansadas. Mi marido se esforzaba en hacerme comprender la razón de la pantomima y yo escuchaba con fingida atención, irónica admiración y logrado desconcierto, aunque más que él y antes lo entendía, para no ultrajar más su maltrecho ego. La verdad, me decía a mi misma, es una poderosa arma y una terrible amenaza; daña más que cura, mata más que salva. La vergüenza sucedida en los bosques de Germania había de quedar por siempre fuera de Italia, de lo contrario es posible que nuestro gobierno y con él nuestra casa se tambalearan por el ridículo de mi hermano en el campo de batalla. Poco importaba que el César, un mortal, fracasara donde el divino Augusto antes que él también naufragara; el pueblo que jamás lo amara tendría motivo para una nueva burla, las legiones albergarían nuevas dudas, el viejo Senado sobre su autoridad e idoneidad de nuevo se interrogaría. Tiberio temía. Temiendo se arrastró de hecho como gusano toda su triste vida, un gusano disfrazado de púrpura que no sentía, que escuchaba lo que no se decía y veía lo que no sucedía. En cajones ocultos de su despacho comenzaron desde el primer día a acumularse cien detalladas listas con nombres culpables de ridículos cargos y de fantasías. Tiberio temía, si, temía, siempre, siempre, temía... tan consciente de su inferioridad, su insignificancia, de la repulsa que arrancaba, del escaso aprecio que hasta entre sus familiares despertaba; vivía acomplejado por la larga sucesión de candidatos al Imperio antes de ser señalado, incluso con Augusto muerto, de que había sido el último recurso a falta de un mejor remedio. La rutilante estrella inmerecida de Germánico tan solo podía ser concebida por Tiberio con rencor y con envidia, como una amenaza, y, sin embargo, a pesar de su fracaso, de aquella dolorosa ironía de verse obligado a ensalzar por delicadas circunstancias a alguien que no había hecho nunca tanto como él por merecer el amor del pueblo y la lealtad del Senado y aún así incondicionales los tenía, Tiberio hubiera aceptado a Germánico a su lado como brazo armado y consejero, tranquilizado por mis palabras y mi defensa sustentada en su desconocimiento de los resortes del gobierno y su infantil inocencia sobre la humana naturaleza, si la soberbia y ambición de Agripina no hubieran ¡de nuevo! intervenido para derrumbar las barreras que yo con esfuerzo y mimo había erigido.

*Fotografías: Detalles de "La proposición" y "Dulces violetas" de John William Godward