sábado, 27 de septiembre de 2014

Yo, Claudia Livila (XIX)

A mi férreo y tosco silencio continuaron oponiéndose persistentes las tan insistentes palabras de Germánico, como si de mil proyectiles se trataran intentando desesperadas derribar mis muy tercas murallas, palabras enviadas a Roma transformadas en tiernos ruegos aún hablando únicamente de batallas, que tenía tiempo de escribirme a pesar de hallarse inmerso en plena y encarnizada campaña. Me resultaba interesante observar como en mi furia, en mi rechazo, en su culpa y en su soledad, era yo más digna de atención, de cuidados, de consideración, de confianza e información que cuando en apariencia era obediente y sumisa, y a su regreso, pasara lo que pasara, le recibía siempre con una amplia sonrisa y un abrazo que no dejaba lugar a dudas del inmenso afecto que por él sentía; supongo que tan nueva y sorprendente actitud era debida a esta tendencia natural en la humanidad a halagar a quién nos desprecia y despreciar a quién nos ama. Aunque me doliera, aunque en mi corazón solo hubiera lugar para el perdón y la terrible añoranza de su ausencia y comprensión, había de reconocer que me era mucho más útil y provechoso para mi ambición y mis intereses persistir en mi olvidado rencor que permitir la ansiada reconciliación. Así pues envuelta en el mutismo, presa del hieratismo, continué con mi plácida, confortable y segura existencia en las altas mansiones del Palatino que sobre toda Roma y su reino gobiernan, como si nada en verdad supiera, como si esas cartas desde Germania yo nunca recibiera, como si Sejano no continuara susurrándome al oído -sin que descubriera todavía el motivo- esos secretos que mi tío Tiberio jamás pensaría en revelarme, como si en realidad nada de aquello fuera nunca a importarme y como el resto de matronas únicamente las insignificantes y vulgares estupideces cotidianas de la familia y del hogar me obsesionaran y todos mis pensamientos en exclusiva ocuparan. Al igual que en el anfiteatro y el circo, me dispuse resuelta a encontrar cuanto antes el mejor de los sitios para poder observar complacida la caza al hombre en nuestras lejanas fronteras, mientras que la verdadera Livila, escondida en un recóndito y minúsculo rincón de mi marchito y casi inservible corazón, lloraba angustiada al contemplar la persecución enloquecida desatada contra el hombre cuyos nombres en las mansiones augústeas nunca más podrían volverse a pronunciar. Al fin y al cabo, no había mayores enemigos para nuestro César que Arminio y Póstumo Agripa sobre la tierra, ni ningunos otros a los que tanto temiera; los dos reclamaban lo mismo -la libertad, la venganza que aún no aportando paz cree quién la ejecuta que alcanza terrible justicia, un pasado, una herencia, una posición, un mando, un lugar al que poder llamar hogar, una mujer junto a la que envejecer y expirar- y los dos acabaron padeciendo un similar destino, a pesar de que solamente Arminio maldito se lo mereciera. Las Parcas sin duda a veces juegan a enmarañar y cortar demasiado pronto los hilos indebidos y dejar que continúen respirando seres en extremo indignos: ¿por qué sino yo todavía contemplaba la luz del día cuando tantos mejores que yo me habían ya precedido por el camino del que nunca jamás se regresa? En demasiadas ocasiones, el castigo o la recompensa no son proporcionales al daño acaecido o a los bienes producidos; solo en el caso de Arminio tuvo cuantas desgracias y desastres el hijo de perra se hubo bien merecido.
Por ello sonreí cuando en el momento de su mayor gloria se vio convertido en frágil e indefenso juguete en manos de la locura y aunque Germánico, conmovido, lamentara el destino que se viera obligado a imponer a la bárbara Thusnelda, yo y Druso y el César y cuantos nos encontrábamos protegidos y seguros tan lejos de las indómitas fronteras, estábamos más que satisfechos por el efecto producido en el mal llamado caudillo al ver a su esposa querida raptada y arrastrada por siempre a tierras lejanas, enemigas, extrañas, y condenado a la esclavitud perpetua al ansiado fruto de su ya nunca más fecundo vientre. ¡Cómo reíamos, arrebatadas y enardecidos por el calor del vino, satisfechos por la ingente comida, cómodos en nuestros mullidos divanes, al imaginarnos al querusco Arminio enrojecido por la rabia, gesticulando como un ridículo mimo, gritando sin saber siquiera que palabras estaba pronunciando, dentro de su casucha infecta, en su pueblucho en el barro! ¡Y al noble Germánico ofendido por las palabras de un bárbaro...! Una a una se las transmitieron sus espías y una a una llegaron a Roma para ser motivo de mofa en las cenas del Palatino. Un padre ilustre, un general grande y un ejército poderoso, vociferaba el germano, se habían degrado al raptar a una mujer embarazada, traicionada e indefensa, mientras ante él habían sucumbido tres legiones y multitud de legados.. obviando, ¡maldito!, que aquella matanza no se produjo en justa batalla, si no fruto de una cobarde emboscada. No obstante, él la convertía en enseña de sus reivindicaciones, rebajándose al ensalzar una hazaña que lo había convertido ya de por sí en un traidor y un pusilánime... ¡qué hubiera plantado cara a nuestras legiones en el campo abierto como hacen los hombres auténticos, los enemigos verdaderos, no escondido tras los árboles como los niños que aún no han crecido lo suficiente para empuñar una espada! Pero Arminio muy lejos de arrepentirse y avergonzarse no callaba, sino que por días bramaba y gritaba y mostraba las pruebas de su supuesto valor a todos cuantos quisieron escucharle: aquellas preciadas enseñas romanas, ¡de mayor valor que su propia vida!, que aún permanecían en los bosques sagrados de los germanos que él consagrada a los dioses de la patria. Segestes, decía, podría vivir en la vergonzosa ribera de los vencidos -¡qué ironía!-, y dar a su hijo un sacerdocio entre nosotros; pero los verdaderos germanos nunca encontrarían justificada la presencia de togas romanas entre los ríos Rin y Elba. Otros muchos pueblos, argumentaba, por nunca tener conocimiento del Imperio, no habían experimentado los suplicios, no sabían de tributos; ellos, en cambio, ya se habían liberado de ellos, y tanto el célebre Augusto, colocado entre los dioses, como el famoso Tiberio, recién elegido, se habían tenido que marchar sin conseguir nada -súbito silencio en la sala, el César, furioso, se puso rígido-, no tenían porque asustarse de aquel jovenzuelo inexperto -¡mi hermano!, mejor hombre de lo que soñar él jamás podría...- y de un ejército sedicioso, que tantas muestras había dado de incapacidad para la obediencia, la fidelidad y la lealtad. Si preferían, el querusco por fin concluía, su patria, sus antepasados y sus tradiciones antes que aquellos dominadores y sus nuevas colonias, habrían de seguirlo a él, a Arminio, que les llevaría a la gloria y la libertad, y no a Segestes, que lo haría hacia una esclavitud más que ignominiosa. Con esta pesada, ridícula, cantinela recorrió el querusco territorios sin fin y multitud de aldeas, y gritó por las calles como hacen los vendedores de verduras desgañitándose con los sucios brazos desnudos, soliviantando con todo a su propio pueblo y pueblos vecinos... pero más veloz fue la reacción de Germánico, a quién por fin la sangre parecía arder en las venas ante las acusaciones del infame germano.
Mi hermano enviaría, mientras Arminio así viajaba y sus fuerzas no estaba reunidas, a cuarenta cohortes para dispersar al enemigo desde el territorio de los brúcteros hasta el río Ems, mientras que la caballería sembraba el terror entre los frisios. Él mismo comandó cuatro legiones y las transportó por los lagos; la infantería, la caballería y la flota llegaron al mismo tiempo a las riberas del río mencionado. ¡Qué magnífico estratega era Germánico!... Los caucos ofrecieron de inmediato tropas auxiliares en señal de rendición, sin embargo los brúcteros se empecinaron en su rebelión y hubieron de padecer la quema de sus pertenencias, hallándose durante la matanza y el saqueo el águila de la legión decimonovena que Varo perdiera, algo que complació enormemente a nuestro César. Después el ejército fue conducido más allá de los brúcteros y se devastó todo el territorio comprendido entre el Ems y el Lippe para obligarlo a regresar a la obediencia, no lejos del terrible bosque de Teotoburgo, donde se decía permanecían sin sepultura los restos de Varo y las tres legiones que perdiera. Así pues, a Germánico le entró el deseo de cumplir con sus obligaciones para con aquellos soldados y su jefe, mientras el ejército allí presente, tan propenso al sentimentalismo -como ya demostrara patéticamente al dejarse subyugar por la vergonzosa partida de Agripina- se dejaba embargar por un sentimiento de compasión infinita al pensar en sus familiares, en sus amigos caídos, en la posibilidad de padecer un destino parecido. Hallaron primero los restos calcinados del campamento de Quintilio Varo, devorados por la espesa maleza, que, por lo dilatado del perímetro y las medidas de su cuartel general, evidenciaba, como los supervivientes narraran, la presencia de las tres legiones días previos a su condena. Después, por una empalizada semiderruida y una fosa poco profunda, se intuía que allí se habían asentado sus restos, ya desmoronados. Y en el descampado donde una vez se alzaron las tiendas de los soldados, había huesos que blanqueaban, diseminados y amontonados, según hubieran ido cayendo o resistiendo ante el ataque imparable de los germanos. Junto a ellos, de hecho, se hallaron trozos de flechas y patas de caballo. Peor fue lo que hallaron cuando se internaron en la espesura del bosque bajo la escasa luz que dejaba entrar el enramaje: cabezas clavas en los troncos de los árboles, los altares bárbaros en los que se habían sacrificado como animales a tribunos, centuriones y legados, los cuerpos que aún colgaban atravesados por lanzas y flechas de los árboles, o los cadáveres que habían caído de las sogas con las que los ahorcaban para que los animales del bosque los devoraran. Los supervivientes de aquel desastre, los que habían logrado escapar de la lucha o de ser apresados, iban refiriendo junto a mi hermano cómo cayeron aquí los mando, como fueron allí las águilas arrebatas, donde asestaron a Varo su primera herida, dónde halló la muerte, víctima infeliz de su propia mano, donde se alzó el tribunal desde el que Arminio celebró su victoria sobre los cadáveres de los nuestros, cuántos fueron los patíbulos para los prisioneros, cuántas las fosas, cuantos los que no conocieron el descanso eterno y fue el bosque quién se encargó de devorar sus amarillentos huesos, como el querusco se mofó en su arrogancia de las enseñas y de las águilas y escupió sobre nuestras imágenes sagradas. Nuestras tropas, que se presentaban de nuevo en aquellos bosques malditos a los seis años del desastre, iban sepultando los restos de las tres legiones, sin que nadie supiera si los huesos que entregaban a la tierra o eran de los suyos; sepultaban a todos como amigos y parientes, dejándose llevar por un odio creciente contra todo lo que representara Germania, tristes e irritados a un tiempo. Pero los hombres de Arminio, incapacitados para la dignidad y el respeto, se encargarían poco después de romper los túmulos y dejar de nuevo a la intemperie los restos de los nuestros. Con todo, les envidio: conocieron mejor muerte, más noble y rápida al menos, que el fin que yo estoy padeciendo.

*Fotografía 1: "Reflexión", de Charles Amable Lenoir
*Fotografía 2: Máscara romana usada en la batalla de Teotoburgo en el Museo Estatal de Braunschweig (Alemania)
*Fotografía 3: Vista del bosque de Teotoburgo en un día nublado

Queridos seguidores del blog Los Fuegos de Vesta:
Así regresa también Claudia Livila, 
espero que la hayáis echado de menos tanto como yo

2 comentarios:

  1. Muy interesante perspectiva de lo que pudo acontecer en estas situaciones. La derrota de Varo sin duda fue una de las mayores desgracias sucedidas al (ya por ese entonces) emperador Augusto. Me ha gustado mucho tu forma de escribir y de captar el interior de los personajes... se hace un universo muy vívido, presente, y sin duda atrayente. Para un historiador del mundo romano como yo, a veces perdemos esa belleza de las letras. Que no por explicar que las consecuencias políticas, militares o económicas de tal suceso, estamos entendiendo todo. Los hombres y mujeres que construyeron el imperio merecen su lugar. Sería muy interesante poder seguir compartiendo pareceres, me ha gustado mucho tu blog. Ojalá que cuando vaya a Madrid en enero del próximo año, podamos compartir más a gusto dichas apreciaciones. Un gran saludo,y las mejores vibras para que continúes con esta maravilla.

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    1. Me alegro mucho de que te haya gustado, Nicolás Llantén. El relato de "Yo, Claudia Livila" es el más largo, y para mí el más querido, de cuantos he publicado en este blog; la primera entrega se publicó, si no recuerdo mal, en marzo de 2013, y después de nada menos que 37 entregas correspondientes al gobierno de Augusto, ya he alcanzado las 19 con Tiberio. Cierto que muchas veces el aluvión de datos al que tenemos que enfrentarnos los historiadores y la necesidad de explicar causas y consecuencias, nos hace olvidar el rostro humano detrás de tanta y fría información; en ese sentido, Livila me ha hecho descubrir muchísimo del mundo romano... Para mí será un placer seguir compartiendo pareceres contigo y no dudes en ponerte de nuevo en contacto conmigo cuando visites Madrid: me encantará conocerte personalmente. Un abrazo

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