sábado, 1 de marzo de 2014

Yo, Claudia Livila (VII)

Buenas noticias de Panonia... ¡cuántos significados ocultos en tan escasas palabras! Buenas noticias de Panonia...Sí, con ellas comenzó mi caída y mi gloria, aguardando entre las sombras para poder estrecharme con manos codiciosas apenas hubieron exhalado el primer aliento de su existencia andrógina; mientras yo, desprevenida, vulnerable e indefensa, me entregaba temprana a una alegría insana, a la absurda locura de quién concibe futuros ciegos y los cree ya sin problemas ciertos... Porque sabía como Tiberio lo percibiría, como el populacho lo percibiría: buenas noticias de Panonia apenas un puñado de días después de ser mi tío aclamado; sin duda asemejaba al reconocimiento inmediato de los dioses por el elegido como nuestro Imperator, el beneplácito del nuevo dios Augusto para el recién estrenado reinado. Más incluso en la más intensa y luminosa de las dichas claras se esconden recovecos y caminos desdoblados, callejones tortuosos que cierran la salida cuando te tienen atrapado, senderos imprevistos que escupen crueles tragedias cuando te crees a salvo. A veces es tan solo la diosa ramera, la Fortuna esquiva, que encuentra un placer amargo en negarte lo que te ha dado; otras es provocado. Como en este caso: Tiberio, conocedor de todos los detalles de la sedición de las legiones panonias, meticuloso y minucioso como solo él era, no había sin embargo dado a Druso órdenes expresas sobre como debía afrontar y eliminar la revuelta. Era sin duda una prueba. Para con éxito poder culminarla, mi marido contaba con un contingente numerosos de jinetes pretorianos y fuerzas germanas y también con el nuevo prefecto pretoriano Lucio Elio Sejano, a quién mi tío Tiberio había encomendado dirigir los pasos de su hijo e indicar a los demás peligros y premios. Observé con interés la tragedia antes de que se produjera: una década de matrimonio infeliz e impuesto había yo ya compartido con Druso y a pesar de nuestras muchas desavenencias, nuestras recriminaciones, acusaciones y peleas, a veces pienso, con cierta tristeza, que solo yo le conocí, en cierta medida, de veras: conocí su ego y su orgullo, su deseo de ser amado y aceptado, reconocido y privilegiado, alabado y admirado, deseado y respetado, y comprendía que aquella tutela impuesta, aquel menoscabo de su autoridad imperial como hijo del César, no podía dejar Druso de percibirla como un ataque, un desprecio, una injerencia, y contemplar a Sejano como rival y no como aliado. Durante los primeros días seguramente no abrigó por el prefecto envidia, recelo ni temor, trasladando su desprecio a las legiones panonias: cuando Druso se acercaba, le salieron al encuentro con la resignación y aún así muda resistencia y rencor de quién cumple una obligación, no alegres como de costumbre por aquella reunión, ni marchaban con sus insignias resplandecientes, si no que se arrastraban con una suciedad repugnante y con actitudes más cercanas a la terquedad que al respeto debido al hijo del César, que al arrepentimiento y la tristeza que se esperaban para quienes se habían levantado contra el Senado y el Pueblo romano. Después de atravesar la empalizada, establecer las guardias y asegurar las defensas, se dirigieron en tropel al tribunal donde Druso con la mano ordenó callar. Un susurro constante, casi un zumbido infinito, sostenido, después un espantoso griterío. Por fin cesó el tumulto.
Druso dio en ese momento lectura a una carta con el sello de Tiberio llena de mentiras y adulaciones, pues afirmaba que su principal preocupación eran aquellas fortísimas legiones con las que había afrontado por igual batallas y privaciones, en lugar de reconocer que le dominaba la indignación y la ira, un profundo desprecio por lealtad y valentía, que precisamente cedían en el momento en que más necesidad de ellas tenía. Seguía: decía que trataría con el Senado romano todas sus recriminaciones en cuanto su ánimo se viera libre de un pesar y un luto que sinceramente no sentía; mientras enviaba a su hijo para conceder a aquellos hombres todo aquello que podía ser en ese momento ya concedido. La asamblea, confiada en su fuerza y creyéndose tempranamente victoriosa, respondió que había encomendado a un centurión, un tal Clemente, la larga exposición de sus recriminaciones. Más apenas hubo comenzado con la relación de sus profundas estupideces, Druso le interrumpió con manifiestas contradicciones a sí mismo, afirmando que las competencias para entregarles todo cuanto pedían no residían en él, sino en el Senado, el Imperator y el Pueblo romano. Surgieron previsibles gritos de motín. Indignados y exasperados, abandonaron el tribunal y se extendieron por el campamento como una enfermedad, atacando a soldados pretorianos y amigos personales de Druso -si es que alguna vez tuvo de eso-pensando que eran ellos quienes le daban fuerza moral y le empujaban a no claudicar. A Cneo Léntulo, por poner un ejemplo, a punto le estuvieron de asesinar arrojando sobre su cuerpo cuantas piedras pudieron encontrar, y bajo un cielo sin nubes en la que la luna sin embargo -portento terrible- empalidecía, se dieron por todas partes luchas entre legionarios panonios y pretorianos romanos, no pudiendo la enfermería socorrer a cuantos allí la lucha arrojaba. Con todo, la lucha entre hermanos tuvo un fin positivo, y es que muchos legionarios panonios, arrepentidos y avergonzados de haber tratado a sus iguales como enemigos, quisieron poner fin a la sublevación que los había corrompido. Druso, extrañamente propenso al diálogo, convocó entonces a la asamblea para echarles en cara su actuación primera y felicitarles al mismo tiempo por la segundo, afirmando que si mostraban pronta sumisión se inclinaría a aceptar sus súplicas, demostrándolo enviando legados a Tiberio para que pudieran explicarle en persona la situación de las legiones panonias. Mientras, ordenó ejecutar en el interior de sus tienda a los dos principales instigadores de la sublevación y con ello se dio mi marido por satisfecho. Pero no el prefecto. Sejano contemplaba a sus hombres heridos y le hervía la sangre muy dentro. Aprovechándose de que los sublevados carecían ya de organización al haber sido sus cabecillas ejecutados y además se mostraban confiados por el envío de sus representantes al emperador, organizó la cacería y uno a uno eliminó de una forma u otra a todos los que habían tenido alguna participación en la revuelta. Y aunque aquello surgió efecto, devolviendo al orden casi de inmediato a las legiones de Panonia mucho antes de que llegaran a ,las altas mansiones de Palatino sus enviados, Druso se encolerizó en lo que era -¿qué duda cabía?- otro acto de sublevación, en este lugar por parte de la guardia pretoriana, al haber desobedecido Sejano las órdenes dadas. Un acto de sublevación, además, imprevisto y aún peor que el anterior, por provenir de alguien en quién más o menos confió y porque los pretorianos habían antepuesto su lealtad al prefecto antes que la fidelidad debida a uno de los hijos del mismísimo emperador.
De regreso a Roma sin duda Druso sin duda esperaba ser recompensado por su actuación y Sejano castigado. Sus deseos se cumplieron solo a medias. Tiberio entregó a su hijo el consulado, un acto que por fin honraba su casa de la que yo y sobre todo mi hija obligadas y sin remedio formábamos parte, aunque aún le quedaba a mi marido un largo camino de honor y fama para merecer ser incluido, como mi añorado Cayo, entre los grandes romanos. En cuanto a Sejano ni fue castigado ni fue honrado... no directamente. El César decidió al cabo de unos días nombrar a Estrabón, padre de Sejano, con quién este compartía la prefectura del Pretorio, nuevo gobernador de Egipto, lo que dejaba al hijo como dueño y único señor de la Guardia. Druso estalló en rabia y destrozó todos los muebles de la estancia. Yo visiblemente asustada aunque íntimamente complacida, no pude admitir en voz alta que comprendía la decisión de Tiberio; era a Druso a quién no comprendía. El César nunca se había caracterizado por comportarse con mano blanda con sus legionarios, si no más bien al contrario; su disciplina, dura en ocasiones rozaba lo cruel y lo inhumano, y nunca fue conocido por perdonar las más mínimas faltas. La actuación de Sejano se ajustaba más a cómo el César hubiera actuado. La sublevación de Panonia, ya lo he dicho, fue una prueba, y no había sido Druso, si no el prefecto, quién la había superado. La rebelión de las legiones panonias, imperceptible y aún así contundente, lo había cambiado todo en las altas mansiones del Palatino. Había iniciado las buenas relaciones entre el César y Sejano, y cuando este último, en cumplimiento de lo que es correcto y educado, llegó a nuestras habitaciones para felicitar a Druso por su consulado con sonrisa socarrona y ojos entornados, comenzó también el odio y la rivalidad entre aquellos dos hombres, destinada a acabar por destrozarlos. Y por desgracia no solo eso: acompañé a Sejano a la salida con la intención de no prolongar el encuentro que, teniendo en cuenta los ojos enrojecidos de Druso, podía terminar en enfrentamiento. Me vi en la obligación de felicitarle por su indirecto ascenso y el prefecto, como respuesta, besó mi mano con una asentimiento. Mi corazón, por su segundo, latió de nuevo. Sé que su ojo rápido y astuto vio la turbación en mi mirado, el leve enrojecimiento de mis mejillas. Tiberio, de improviso, interrumpió el encuentro: me pidió -aunque más correcto sería decir que me ordenó, pues nunca fue dado a ruegos- que escribiera una misiva a mi hermano en la lejana Germania preguntándole por los acontecimientos, inquiriéndole si la sublevación de las legiones se había controlado a tiempo. "Es cierto", recordé de pronto, que solo una de las dos amenazas que nos acechaba había sido eliminada.

Fotografía 1: Sestercio de Cómodo arengando a sus tropas
Fotografía 2: Relieve de pretorianos
Fotografía 3: "Ask me no more", Alma-Tadema

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