viernes, 14 de febrero de 2014

Yo, Claudia Livila (V)

Apenas recibimos las primeras noticias de la llegada a Panonia de Druso y de Sejano y del alarmante estado allí de las cosas, mensajeros presurosos y asustados se precipitaron a Roma desde la Germania enredados en nubes negras de oportunidad manifiesta, amenaza y amarga sospecha. Conocida la noticia de la muerte y divinización de Augusto y de la aún no consumada sucesión de Tiberio, los ejércitos acantonados en las riberas del Rin y del Elba bajo el mando de mi hermano habían querido aprovechar la incertidumbre que todo período de transición conlleva y creyendo que serían más escuchados y sin duda privilegiados si proclamaban a su propio César e Imperator, habían vuelto sus ojos ambiciosos y oportunistas hasta Germánico como marido de la última nieta del divino e hijo adoptivo de Tiberio. No creía a mi hermano capaz de consumar aquel golpe de Estado, contrario a sus propios conceptos del buen gobierno y a sus férreos morales preceptos, pero conocía, por durante tantos años haberla en silencio sufrido, la escondida ambición y la mal disimulada soberbia de Agripina, azuzada ahora por la firme convicción de la injusticia contra su familia y la necesidad de compensación y venganza por los crímenes de Livia, acrecentada también por la creencia que nunca se tambaleaba, basada con leves cimientos de barro en la sangre espesa de sus familiares muertos y exiliados, que era ella la única, la auténtica, le legítima heredera de nuestro vasto Imperio, del que de forma ilegal y en contra de los usos antiguos, con ardides y mentiras, se le había privado a ella y su cada vez más numerosa descendencia. Un situación, debía temer, sin un fácil e indoloro remedio. Sin duda Agripina sabría, como yo misma sabía, que Tiberio jamás daría demasiados privilegios y menos un reino a una hijastra nacida de una esposa despreciada y a un hijo que por el simple hecho de ser adoptivo y además impuesto no dejaría nunca de ser un mero sobrino, frente a Druso, su único hijo biológico vivo, idolatrado, recuerdo de la dulce Vipsania, el ser amado perdido por un matrimonio contra su voluntad y repulsa que por la fuerza también le había sido impuesto. Debía haberse dado cuenta, como yo que, de quererlo, aquella sería su última, su única, oportunidad de hacerse con el Imperio. Tiberio también debió pensar en ello. Vi en sus ojos un mal disimulado miedo y sonreí por dentro.
Amenazado en las fronteras del Imperio y debilitado su poder en sus propios cimientos con aquella repentina defección del ejército en Germania y en Panonia, Tiberio sin duda se dejaría por fin de tanto fingimiento y aceptaría definitivamente los cargos que el Senado el ofrecía de continuo. Aún hoy no sé hasta cuanto pensaba mantener aquella absurda farsa, pues en todo era el heredero de Tiberio menos en los títulos y los cargos: había publicado edictos, enviado delegaciones a provincias y reinos orientales aliados, convocado al Senado, nombrado un nuevo prefecto pretoriano, había remitido misivas a los ejércitos anunciando que tomaba posesión del cargo, había ordenado un asesinato de Estado, rodeado de soldados, instalado en el Palatino.... Como esperaba los senadores, alarmados, convocaron sesión extraordinaria y presentaron de nuevo ante Tiberio cargos, títulos y halagos. Más la vanidad de mi tío se impuso de nuevo y se atrevió a volver a rechazarlos. Disertó largo tiempo con argumentos varios de la grandeza del Imperio y sobre sus propias limitaciones, afirmando que solo la mente de Augusto había sido capaz de tan ardua tarea en que el resto de los hombres habría fracasado; que él, que había sido llamado por Augusto a participar en sus preocupaciones, había aprendido con la experiencia lo duro que es la tarea de gobernarlo todo y lo sometida que está a los caprichos de la Fortuna; por eso, en una ciudad que tenía tantos hombres ilustres en los que apoyarse, no se debía concentrar todo el poder en uno solo, si no que siendo más desempeñarían con mayor facilidad las funciones de gobierno uniendo sus fuerzas. Obviamente en sus palabras había más apariencia que franqueza, y comprendido por todos, no hacía más que arrojar sobre nuestra familia infinitos oprobio y vergüenza. Dejó incluso caer que, dado que no se consideraba a la altura de gobernar Roma entera, aceptaría el encargo de una parte que el Senado quisiera encomendarle. Exasperado y hastiado por su falsa humildad y respeto por la institución ante la que hablaba, Asinio Galo, por el que Tiberio sentía el odio más extraordinario por haberse casado después de él con Vipsania, de quién además había obtenido una numerosa prole de hijos sanos, se atrevió a preguntarle, interrumpiéndole, qué parte del total prefería. Tiberio, irritado y desconcertado, respondió que no podía elegir una parte cuando deseaba ser excusado del todo. Asinio sonrió; añadió que esperaba que con sus propias palabras esperaba que mi tío se hubiera convencido de que uno solo era el reino, un reino que no podía ser desmembrado, y que por tanto por uno solo debía ser gobernado. No cesó aquí. Alzando la voz, Asinio le recriminó su actitud orgullosa y dubitativa, le increpó, indignado, porque continuara privando a nuestro Imperio de un gobernante con años de experiencia capacitado, más cuando por tantos frentes amenazaba el Imperio con desgarrarse en pedazos y desertaban las legiones desplazadas contra los bárbaros a las fronteras. Estas palabras de Galo, aunque no carentes de valor, rezumaban extrema torpeza: si la vanidad de Tiberio le exigía ser llamado para el cargo por otros con entusiasmo en lugar de simplemente aceptarlo o reconocer, aunque fuera en su fuero interno, que había recibido el reino por la intriga de Livia y la adopción de un viejo, de todos hubiera podido aceptar el Imperio menos de Asinio Galo.
Me impuse forzarlo. Creía conocerlo lo suficiente como para lograrlo. Exploté la vanidad y el miedo. Con ayuda de mi abuela Livia, indignada por que su propio hijo rechazara con tan estúpida vehemencia el resultado de la obra de toda su vida, extendimos por Roma el rumor de los graves hechos que en verdad no sabíamos si en Germania estaban sucediendo, y el populacho, como años atrás sucediera en la derrota de Varo, se imaginó pronto amenazado; el vino de las tabernas y las afiladas lenguas profetizaron guerras civiles e invasiones bárbaras. Unas veces era Germánico quién invadía en Italia, otras Druso quién entrada en Roma por la fuerza, en realidad cualquier gobernador de provincia era candidato válido para dejarse consumir por la ambición y aprovechar la ocasión de aquel vacío de poder que se prolongaba demasiado. Después siempre venía sangrientas batallas que debilitaban Roma y la privaban de sus mejores ciudadanos, y ya entonces, vulnerables y expuestos, llegaban los bárbaros procedentes de los más diversos lugares, gracias a esa imprecisión geográfica que da la ignorancia: los germanos llegarían en tres días y como Breno en nuestros comienzos nos someterían a asedio, en dos llegarían los partos en barco para arrasar todo con mil incendios. Al miedo le sucedió la paranoia y el pánico, y una noche comenzaron a reunirse en torno al Palatino. Livia me avisó de su repentina llegada y, retirándose ella, yo me presté rauda a desarrollar la farsa. Recordando a Cayo y Póstumo, me desgarré en lágrimas, eligiendo con cuidado el lugar de mi duelo para asegurarse de que me oyera y me encontrara. Sabía que mi llanto, como expresión de mi debilidad humana, le irritaría más que conmoverle o conmocionarle, pero esperaba que la posibilidad de perder su favor sirviera al menos para alcanzar el bien supremo. Pronto apareció en la estancia gritándome que me callara. Su voz se quebró cuando oyó al gentío que se acercaba. ¡¿Qué sería de Roma -sollocé entonces-, amenazada en las fronteras, con los ejércitos sublevados y el pueblo en armas?! ¿Qué sería de nosotros mismos? ¿Qué ira padeceríamos y bajo que mano? Asustado, asombrado, desconcertado, Tiberio corrió las cortinas. Al verle, el pueblo, aunque le despreciaba, ante los riegos que su imaginación creara, le erigió en inmediata solución para tanta peligrosa situación a falta sin duda de otra mejor y gritó su nombre como una sola voz. Me forcé a continuar llorando para que no me oyera riendo. Aquello era lo que mi tío deseaba: ¡Aclamado por el pueblo, salvador de la patria, protector de la familia Claudia! Ni en sus más enloquecidos sueños hubiera podido preverlo. Al día siguiente, volvió a reunirse el Senado, aún temblando por los ataques de la turba no solo al Palatino si no también a sus casas. El miedo les hizo perder su tono exasperado y condescendiente, y en sus ofertas se vislumbraba claramente la necesidad, el deseo y la urgencia. Si Tiberio aún dudaba, aquello terminó por convencerlo, ¡también el Senado le reclamaba! Aquel día, escoltado por pretorianos, regresó a casa como nuevo César. Con diversa intención, escribí a Druso y a Agripina para anunciárselo, trazando a partes iguales en mis letras la alegría por el nombramiento y la persistente pena por la aún reciente pérdida de nuestro anterior imperator.


*Fotografía 1: Cabeza de un hombre joven barbado, posiblemente Germánico, datada a inicios del siglo I, procedente de las termas romanas de Smyrna
*Fotografía 2: Retrato de Tiberio en Museo Romano-Germano de Köln.
*Fotografía 3: Relieve datado en el siglo III con tres hombres togados pertenecientes al ordo senatorial, en los Museo Vaticanos.


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