viernes, 1 de marzo de 2013

Yo, Claudia Livila

Ya no lucho. No tiene sentido. Espesos ríos de sangre corren entre los acantilados cansados de mis dedos, dibujando líneas sinuosas que nacen de mis destrozados nudillos y de mis uñas rotas y caen, ignoradas, al suelo, pues arranqué de mi garganta toda voz y consumí con un lamento la última de mis lágrimas...¿y para qué? De nada me han servido los golpes, ruegos, llantos, súplicas, promesas, disculpas... Nadie me abrirá jamás esa puerta. Moriré aquí dentro. Sola.
Las fuerzas me abandonan, me dejo caer. No tiene sentido prolongar lo inevitable. ¡Acabemos de una vez! Es lo que ella quiere. Es lo que yo quiero. En el mosaico sobre el que me consumiré el rosto de una lasciva Helena refleja no ya lujuria por el hermoso París, que se acerca, sino una callada burla por el destino que me espera. Supongo que me lo merezco, si juzgamos según sus criterios, pero yo no lo creo. De todo cuanto he hecho de nada me arrepiento, salvo no haber culminado la lucha que me llevó tanta muerte y tanto tiempo. ¡¿Me escuchas?! Ah, no sé porqué lo intento. Mi voz es solo un suspiro lastimero. Me arrastro, me acerco. Quiero que me oiga. ¡Me oirá! Puede que yo jamás salga viva de esta sala, pero nadie puede encerrar las palabras. A través de la estrecha rendija bajo la puerta veo a mi madre removerse inquieta por el golpe seco y el súbito silencio que le ha precedido. Sin duda cree que por fin estoy muerta. Me pregunto si llora o si se alegra de que todo haya acabado; al fin y al cabo, es ella quién me ha condenado a esto, a morir encerrada como un perro, consumida por la sed y el hambre. Disfruto durante unos instantes de su posible sufrimiento, del baile inquieto de su pie izquierdo. Después golpeó con suavidad la gruesa puerta que nos separa, lo suficiente para que sepa que aún no me he marchado. Vuelve a quedarse quieta. No obtengo respuesta. Tampoco la esperaba. Pero sí aguardaba, con impaciencia, el sonido de esos pasos, con ese ligero arrastre de la pierna derecha, pues significa que ha pasado otra hora. Ah, creí que tras la última visita se rendiría, pues aunque la sangre nos une, el desprecio mutuo nos separa, y el respeto que nuestra madre le inspira le condena y le ata, pero aún así mi hermano vuelve por mí a humillarse, a suplicarle a ella-con ese tartamudeo que me exaspera-que me dejé salir o al menos que me dé una muerte rápida. Él tampoco obtiene respuesta y al final, nuestra madre le echa. No, ella no abrirá esa puerta. Moriré aquí dentro...¡Maldita sea! ¿Tan difícil era proporcionarme un veneno? ¿Permitirme morir como una auténtica romana? Hasta en mis últimas horas se empeña en darme lecciones que no entiendo...¡Madre! Madre, quiero hablarte, decirte, contarte...¡Esto es ridículo! ¿Cuándo fue la última vez que te pedí permiso? No lo necesito y hace mucho que dejé de querer, de buscar, de anhelar tu aprobación en cualquier cosa. ¿Acaso no estás aquí para eso? ¿Para escuchar mi muerte? Dijiste que ese sería tu castigo por lo que me estas haciendo. No es suficiente. No para mí. Al igual que tu me condenas por mis crímenes, yo te impondré mi propia condena por mi suplicio y mi derrota, por negarme una muerte noble que pudiera redimirme: antes de oírme morir-como esperas-escucharás la narración de mi vida, te describiré uno a uno los delitos de los que por mí te avergüenzas, podrás revivir con cada palabra las cosas que he hecho y que han arrastrado por el fango ese buen nombre que tanto adoras, y espero y deseo lograr que derrames por fin todas tus lágrimas. Me las merezco. Porque soy tu hija y por ti muero.

*Dibujo: "La hambrienta Livila rechaza la comida", André Castaigne 


5 comentarios:

  1. Una escena profundamente dramática, laura, desgarradora. Y esconde más de lo que dice. Felicitaciones y un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Intenso y emotivo inicio. Esperamos con impaciencia el siguiente capítulo.

    ResponderEliminar
  3. Me encanta, que personaje tan interesante. Enhorabuena por este blog tan instructivo y espectacular.

    ResponderEliminar