viernes, 8 de marzo de 2013

Yo, Claudia Livila (II)

Mi padre, madre. Druso. ¿Por qué no empezamos con él? Nunca me hablaste de mi padre por mucho que te lo pidiera, aunque fuera yo muy pequeña cuando se fue. ¿Por qué? Ahora, en mi situación, por fin te he comprendido -¡Vaya!...nos has llevado mucho tiempo conseguir eso, ¿no es cierto?-. Comprendo que nuestros recuerdos felices se vuelven terribles y amargos cuando nos llega el infortunio y el mal tiempo, que no nos ofrecen consuelo ni alivian el llanto, sino que aún más desesperan y arrancan los lamentos que nos calláramos, pues nos recuerdan la alegría perdida, que nunca regresa, cuando solamente nos queda la más infinita de todas las penas -Ah, si, es cierto, lo siento dentro: desgarran y arañan...¿Estoy llorando? No puedo creerlo-. Sin embargo, madre, ello no es excusa para tu comportamiento de tantos años, para lo que me has hecho: arrebatar por segunda vez su padre a una niña después de que la muerte se lo llevara primero,  ya que sin tus palabras, madre, sin tus recuerdos, sin tus conocimientos, ¿qué me quedaba del buen Druso? Los grandes epítetos; las hazañas vacías; los elogios de quienes no lo conocieron; las estatuas frías y los retratos de ojos muertos que no abrazan ni cuentan cuentos; los textos de eruditos que no le entendieron; los rumores que esparció el pueblo; las impresiones de los que ya también se fueron; un pequeño objeto olvidado, que guardar como un tesoro para sentirle a mi lado cuando más le necesitaba... En definitiva, nada. ¡Nada, madre! ¡Nada! Historia. Mito. Mentira. Farsa. Yo siempre necesité mucho más y tú jamás quisiste dármelo. Necesitaba al hombre, al verdadero, auténtico Druso, necesitaba esas pequeñas cosas que, en comparación con la memoria dejada tras de sí, podrían devolverle su forma primigenia, cercana, imperfecta, -para no sentir de continuo sobre mis hombros el exigente peso aplastante de estar a la altura de su  legado y su recuerdo-, pero también única, solo nuestra, diferenciándolo del resto de mortales: ¿qué le gustaba comer? ¿Por qué se solía enfadar? ¿Era autoritario y severo, o cariñoso y tierno? ¿Solía roncar? ¿Bebía? ¿Sabía amar? ¿Leía con el entrecejo fruncido, como yo hacia? ¿Tamborileaba con los dedos sobre la mesa cuando pensaba, como mi hermano Germánico hacía? Dime, madre: ¿movía los pies inquietos el día de vuestra boda o, en cambio, permaneció sereno, tranquilo y digno, como seguro que tu hiciste? ¿Brillaron sus ojos la primera vez que me sostuvo en brazos? ¿Escogió él mi nombre o fue cosa tuya?...¿Madre?...¡Bah, no se por qué me esfuerzo, por qué me molesto! ¡Permanece callada, como siempre! ¡Maldita! ¡Tortúrame otra vez con su silencio! ¡Nos veremos en el infierno! ¿Acaso te es tan difícil concederme un último deseo ahora que por ti muero? ¿Concedérmelo cuándo gozaba de la vida? Una sola cosa me bastaba, madre, una cosa, sencilla, pequeña, nuestra, que solo su familia conociéramos, que me permitiera recordar, en su fugacidad, el recuerdo de mi padre cuando la viera en otra persona, y me permitiera sonreír para mí misma, sin que nadie conociera la causa, pensando con toda la intensidad de mi corazón: ¡padre!...amando y añorando al mismo instante. Pero tu nunca fuiste misericordiosa.
Guarda para ti tus recuerdos, si tanto dolor y placer obtienes de ellos que no deseas compartirlos con nadie, pero permite al menos que yo te hable de los míos, confusos, borrosos, queridos...Los viajes. ¡Dioses!, eso se me gravó a fuego. Siempre viajando, creciendo entre ciudades fortificadas y campamentos al norte del Imperio, en terrenos helados y húmedos, siempre lloviendo, siempre frío, siempre viento; apenas encariñados con un lugar nos marchábamos de nuevo. Por Roma, decías. Por Roma...¡Escupo en ella! Un nombre que no me permitía tener un lugar al que llamar hogar, porque por ella nuestro padre combatía y nosotros teníamos que seguirlo a todas partes. Aún los recuerdo: usipeti, tencteri, sigambri, frisi, cauci, marsi, querusci, catti, mattiaci, marcomani, ermunduri... los pueblos germanos que nos lo robaron; Druso estaba demasiado ocupando sometiéndolos al poder de Roma y ganando honor y gloria-si es que eso significa algo-cómo para ocuparse de su familia por largo tiempo... Aunque, cuando regresaba, siempre me traía un regalo; decía que era la prueba de que se había acordado de su pequeña...y me sentaba en sus rodillas hasta que me quedaba dormida, acariciándome con dulzura el pelo...Todavía sonrió al recordarlo, aunque su rostro se haya borrado de mi pasado. Instantes como aquellos servían por un momento para disculpar las largas ausencias. No obstante, a ti, madre, ¿te mereció la pena? ¿Cuántos hijos perdiste antes de que nacieran? ¿A cuántos enterraste cuanto todavía mamaban del pecho? Solo Germánico nació en Italia, en Anzio. A mí me pariste cuando él era legado en la Galia y Claudio nació en Lugdunum-aunque ese cojo tartamudo es mejor que hubiera muerto; en eso, al menos estamos de acuerdo-. Quizás por culpa de los que se fueron redoblaste tus atenciones y tus esfuerzos con los que nos quedamos. Germánico se acostumbró muy pronto a tu férrea disciplina y adoptó sin problemas vuestros estrictos principios morales, seguramente por su alma de soldado o porque nuestro padre tuvo más tiempo de instruirlo a él en esos conceptos. Conmigo no fue tan sencillo, ¿no es cierto? ¿Qué esperabas? Me imponías castigos y me dabas aburridas lecciones de escritura, lectura, griego, literatura, canto, música, danza, bordado, hilado, educación, buenos modales, geometría, filosofía, astronomía... mientras veía a los hijos de los legionarios jugando en el barro y corriendo desnudos entre las tiendas. ¡Quería ir con ellos! ¡Jugar con ellos! Gozar de la libertad que ellos tenían y tú no me permitías. ¿Por qué no podía? Entonces no lo entendía. Ahora, con esfuerzo. Tú intentabas instruirme con tu ejemplo, para que supiera cuál debía ser el correcto comportamiento, la auténtica actitud de una romana, pero en realidad, lo lamento-no, no es cierto-, lo único que conseguiste con todo aquello fue enseñarme la vida que para mí no quería, la mujer en quién con todas mis fuerzas no deseaba convertirme.
Recé mucho, cómo tú me enseñaste, por volver a Roma, pero no quería-te lo juro-que volviéramos de esa forma. Podría creer que fue culpa mía si aún creyera en los dioses. Sólo tenía 28 años y fue un accidente sin importancia en Moguntiacum, durante una estúpida marcha, una simple caída del caballo que, no obstante, le destrozó la pierna. Nos dijiste que sanaría. Tu primera mentira. Aunque, quizás, no lo supieras; quizás, de verdad, creyeras que todo se solucionaría, o puede que por una vez no tuvieras fuerzas para enfrentarte a lo que se te venía encima y te engañaras a ti misma. En cambio mi padre supo desde el principio que moriría. A la semana de su agonía insistía en que nos dejaras con él en su lecho de tormento, y tú, por vez primera y única, renunciaste a la costumbre y la disciplina y accediste a sus ruegos. El día en que la herida se gangrenó mandaste comunicación a Roma avisando de lo que sucedía al emperador Augusto y a Livia, su esposa, mi abuela, madre de mi padre Druso, y a partir de ese día tampoco tú te apartaste de su lado. Te esforzabas por mantenerlo con vida, cuidándolo noche y día, llamando a los mejores médicos, preparando sus comidas, cambiando sus vendas, curando sus heridas, vigilando su sueño, administrándole en persona todos los medicamentos. En Roma muchos te aprecian como imagen viva de la auténtica matrona, pero yo solo te admiré por aquello. No te rendiste ni siquiera cuando fue obvio que todo intento por salvarlo era inútil, sino que redoblaste tus cuidados con desesperación cercana a la locura. Él ya solo podía sonreírte para agradecértelo y tú te tragabas tus sollozos para no desalentarlo, para no alertarnos. Pese a la fiebre, logró mantener la consciencia hasta el último momento, aferrado a tu mano, hasta que su hermano Tiberio, mi tío, llegó desde Roma para estar con él en su lecho de muerte. Después, rodeado por fin de quienes amaba, el buen Druso dejó de luchar contra la enfermedad y se fue muy lento, sin un suspiro, sin un grito, sin un lamento. En un silencio, lo recuerdo, que helaba el alma. Germánico, que ya había visto morir a algunos soldados, comprendió al instante lo sucedido e intentó sacarme de la tienda para que no viera a nuestro padre muerto, pero yo, que aún permanecía en la inocencia, no entendía aquella pena: para mí solo se había quedado dormido mientras el bebé Claudio seguía jugando tumbado en las sábanas, riendo y moviendo los brazos, como si nada pasara. No podía haber sucedido nada malo si aquel niño continuaba sonriendo. No fue hasta que, con un alarido, te lanzaste sobre su cuerpo envuelta en llanto que supe, con dolorosa certeza, que mi padre no volvería a despertar, ni a traerme regalos, ni acariciarme el pelo, ni a sentarme en su regazo. Madre, aquel día yo tenía cinco años. Aquel día, madre, se te secaron las lágrimas.


*Fotografía 1: Detalle de los relieves del Ara Pacis con Antonia la Menor y Nerón Claudio Druso, los padres de Livila, protagonista del relato, en el que podemos ver como Antonia se vuelve para hablar con su marido.
*Fotografía 2: Copia del busto de Druso, padre de Livila. Museo del Ara Pacis
*Fotografía 3: Copia del busto de Antonia la Menor, madre de Livila. Museo del Ara Pacis.


2 comentarios:

  1. Muy conmovedor ese recuerdo del padre. Y más desgarrador aún en la situación de muerte en que se hallaba Livila. Excelente, Laura. Besazos.

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  2. Sigo enganchado con estos relatos... Por cierto, me gustó el vídeo de Boudica. ¡Que sigan los éxitos!

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