viernes, 2 de noviembre de 2012

El Rey Esclavo: Euno (8ª Parte)

Numancia. Aquella era, decían los espías, nuestra respuesta. Lo repetiré: Numancia. Pocos de nosotros sabíamos dónde se hallaba Hispania, la tierra en la que Numancia se ubicaba, quizás alguno conociera el punto concreto de la península dónde se encontraba, y ninguno jamás veríamos sus inexpugnables murallas ni conoceríamos al pueblo celtíbero de los arévacos que la ocupaba; sin embargo, ella sola habían mantenido al enemigo alejado de nuestras costas. Nueve años habían transcurrido desde que Roma iniciara sus intentos de conquista y nueve eran también los ejércitos de la República romana que habían caído, incapaces de obtener la victoria sobre los numantinos. Sus fértiles tierras, sus salinas y su posición estratégica habían sido las principales razones de un conflicto que continuaba alimentado por el orgullo y honor heridos, por el deseo de aniquilar el símbolo de la resistencia para un extenso pueblo no completamente sometido. Mientras Numancia no cayera, Roma no volvería sus ojos hacia el reino esclavo que crecía a sus puertas. Eso, al menos, afirmaban la mayoría de nuestros espías, de nuestros consejeros y de nuestros supuestos expertos. Ni yo ni Euno estábamos tan seguros. Un Estado como el romano, capaz de vencer a la antaño poderosa e invencible Cartago, cuyo cuerpo se había extendido por Italia, Córcega, Cerdeña, Sicilia, Sur de Galia, Este de Hispania y Norte de África, y cuyas manos se alargaban codiciosas buscando atrapar el oriente del Mediterráneo tras conquistar Macedonia, debía de gozar de muchos más recursos que los que consumía en tierra arévaca y muchísimos más hombres de los que acampaban a los pies de la colina numantina. Debía de haber otras razones, además de aquella larga guerra en tierra extranjera, que explicaran la impunidad con la que Roma dejaba actuar a nuestro joven y débil reino desde su nacimiento: problemas internos, dificultades con el reclutamiento o el aprovisionamiento, indecisión en el Senado, desinformación por parte del pretor que gobernaba Sicilia, más ¿cómo saberlo? Todo espía nuestro que había marchado a la ciudad de Siracusa, capital de provincia, no había regresado nunca.
Comano tomó entonces la palabra. De ánimo impetuoso, irreflexivo e irascible, gritó con excesiva fuerza, golpeando la mesa, que nuestras tropas debían de marchar de inmediato a Siracusa, como si ese solo acto bastara para extirpar por siempre el mal romano de nuestras costas. Le respondí tranquila que la toma de la capital de provincia era una locura, pues deberíamos avanzar por territorio enemigo dejando desprotegida la retaguardia y poniendo en peligro nuestro aprovisionamiento, sin que ni siquiera hubiera garantías de victoria. Comano me observó con detenimiento, con aquella mirada de desprecio que únicamente a mí me dedicaba, y tras mascullar que las mujeres no debían ocuparse de esas cosas, volvió a marcharse indignado de la sala del consejo para reunirse con sus tropas. Cleón, su hermano, apenas volvió la cabeza para verle marcharse, y, de inmediato, como si nada hubiera pasado, añadió que estaba acuerdo con mi criterio, pero también con el de Comano: no podíamos permanecer quietos, pero tampoco atacar Siracusa. Se resolvió finalmente, en previsión de un posible ataque romano, que más tarde o más temprano ocurriría independientemente de Numancia, tomar por la fuerza los puertos del norte de la isla dónde habrían más lógicamente desembarcar tropas enemigas. Mesina era, sin duda, la más deseable, pues no solo se encontraba a menos de medio día de navegación de Italia, sino que además poseerla nos daría el control del estrecho que dominaba, cosa que nos entregaría el dominio sobre importantes redes de comercio entre ambos estrechos del Mediterráneo. Pero antes de llegar a Mesina, estaba la ciudad de Tauromenium. Conquistarla suponía aislar a Mesina, pero también dividir la isla en dos por nuestro reino. Ello nos rodeaba de enemigos, pero impedía al mismo tiempo que se comunicaran entre ellos.
Mientras duró la reunión, Hermeias guardó un silencio adusto y, al finalizar, se marchó como una exhalación sin decir una sola palabra. Yo había intentado prevenir a Euno sobre su rencor y sus celos por el recién llegado Cleón, al que mi marido había tomado como discípulo, confidente y amigo, títulos de los que antes gozara Hermeias en exclusiva, pero mi rey no había querido escuchar nada en contra de su partidario más fiel, más cercano y más temprano. Pensando en mostrarle su preferencia sobre Cleón y al mismo tiempo acallar las continuas quejas de Comano, decidió mostrarle corregente a mi lado. Pero cuando el ejército se marchó en dirección a Tauromenium, dejándolo atrás mientras su amado Euno y su odiado Cleón marchaban a la cabeza de nuestras fuerzas, Hermeias en vez de sentirse honrado se sintió relegado, olvidado, postergado. Era frecuente verle en soledad por los patios y las plazas rumiando su rabia: el rey Antíoco se había convertido en la única razón de su existencia desde la muerte de su hermana y su fanatismo se había exarcerbado hasta limitarle peligrosamente la razón. Cualquiera podía ver con preocupación su rostro demacrado, su cuerpo famélico, sus ojos con restos de su falta de sueño, mientras entre dientes repetía las diversas profecías de Euno. De continuo, mi marido me escribía misivas con noticias sobre el difícil asedio de Tauromenium e instrucciones sobre el gobierno del reino, informaciones necesarias para un regente y una reina pero amargas para una esposa, que esperaba sin éxito una sola palabra de cariño o de añoranza en aquellas largas cartas. Intenté hacer partícipe a Hermeias de aquellas letras, intentando que se implicará en el gobierno y olvidara su amargura, pero por sus criados supe que las quemaba sin ni siquiera leerlas. Pronto dejó de acudir al consejo y pasaba todo el tiempo con las tropas y la guarnición de Enna.
Pronto llegó a mis oídos las palabras que al calor del vino susurraba a los guardias. Decía que Euno se había vuelto débil, que Cleón era el ejemplo: debió haberle aniquilado antes de integrarle en el consejo, opinaba; y si el rey se había vuelto débil todo el reino peligraba. Quizás había llegado el momento de que el pueblo esclavo eligiera a otro monarca más comprometido con la causa. Si hubieran sido las bravuconadas de un borracho, se lo hubiera perdonado y hubiera olvidado. Pero pronto comenzó a circular entre las tropas enormes sumas de dinero y la vigilancia sobre mi persona se intensificó hasta hacerme sentir presa en mi propia casa. Comprendí que Hermeias, comprometido con la visión de un reino esclavo de Euno, había optado por sacrificar al segundo para mantener vivo al primero, al menos la visión personal que él tenía de ello. Hubiera querido prevenir a Euno sobre la traición de Hermeias, pero dudó que me hubiera creído en caso de que la misiva le hubiera llegado, ya que tenía sospechas de que leían todo documento que salía de mi despacho. El profundo malestar que empecé a experimentar me hizo sospechar que quién había sido mi amigo había tomado medidas contra mi persona. De lo que hice a continuación no me siento orgullosa. Fuertemente escoltada, me dirigí a la habitación de Hermeias apenas vestida con una túnica translúcida y, una vez a solas, le dije que estaba de acuerdo con sus planteamientos, que Euno no había sido nunca el gran líder que todos pensaban, cómo bien sabía por ser su esposa, y que, si pensaba sucederle, le recordaba que yo era una gran reina independientemente del rey que ocupara mi cama. Sellamos nuestra unión con una copa de vino y me marché con discreción de la estancia. Fue tan sencillo que casi sentí pena de Hermeias. Pues Euno me había ocultado su pasado, fuera este el que fuera, pero yo tampoco le había revelado el mío como aprendiz de curandera en mi aldea; como tal, mis conocimientos abarcaban como sanar a un hombre de cualquier enfermedad, pero también como matar. Elegí un veneno que alargara la agonía para no levantar sospechas sobre mi persona, pero tampoco que no durara demasiado, mezcla de compasión y nostalgia por la amistad que antaño nos había unido. Organicé para Hermeias un majestuoso entierro en la plaza principal de Enna: el altar de madera se alzaba sobre nuestras cabezas y sobre él se derramaron los perfumes más caros de que disponíamos. Su aroma se extendió por toda la ciudad mientras el cuerpo, vestido de oro y púrpura, ardió al triste son de una música fúnebre y sus tropas leales desfilaban en torno a su pira funeraria. Al finalizar, sin que saliera el sol, escribí una larga carta a Euno comunicándole la muerte de Hermeias. No obtuve respuesta. También cesaron las misivas con datos relativos al gobierno. Yo temblaba de miedo, ¿la diosa Atargatis había vuelto a hablar a Euno para revelarle mi crimen? ¿Había sido otro quién se lo había confesado? ¿Sospechaba de mí o no era nada? ¿Era, en realidad, otra cosa? ¿Quizás no había respondido porque había perecido ante Tauromenium?



* Fotografía 1: Imagen de una vivienda reconstruida en el yacimiento de Numancia (Garay, Soria). A la izquierda de la casa puede observarse el zócalo de piedra de lo que una vez fue la muralla y que se completaría con un muro de adobe y un parapeto de madera en su parte superior dónde se encontraría el camino de ronda.
*Fotografía 2: Vista de Taormina (en época romana, Tauromenium). El volcán Etna puede verse al fondo.
*Fotografía 3: "Poeta favorito" de Lawrence Alma-Tadema
*Fotografía 4: "Nuevo Perfume" de Godward


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