viernes, 17 de agosto de 2012

En el Lupanar: Drauca (4ª parte)

Lo primero que aprendió fue a evitar a los habitantes del cementerio, tanto vivos como muertos: esclavos huidos, mendigos, vagabundos, criminales, asesinos, ladrones, prostitutas, prostitutos, espíritus...La infame chusma que aquella ciudad enloquecida había engullido, carne y huesos, para poco después, con infinito desprecio, escupirla, corrompida, deshecha, informe, sin ilusiones; gente que, por la desesperación, es en exceso peligrosa; gente que no merece ni esperanza ni confianza alguna, ya que han sacrificado hasta el último de sus valores morales en el altar siempre insaciable de la supervivencia acuciante. Sombras de lo que algún día fueron personas, acercándose a ella con los ojos llenos de curiosidad y ruegos, con una súplica silenciosa de cariño verdadero por parte de un desconocido, aunque no fuera cierto, pero que, finalmente, al comprobar su indiferencia, marchaban con rabia veloces, increíblemente algo más rotos. Regresaban solo en la búsqueda de pelea, dentro de un conflicto eterno por los lugares escogidos para ejercer de mendigo-un  nuevo escalón de degradación y humillación que Drauca había descendido orgullosa en nombre de su única hija-: creían que era la zona, y no aquella niña que bebía con avidez de sus senos, lo que favorecía la caridad de las personas. En aquel nuevo oficio no eran necesarios fingidos gemidos ni inagotables sesiones de ejercicio físico: bastaba unas veces con extender simplemente la mano; otras, les daba flores a cambio; para los menos fingía que sabía leer el futuro en las sinuosas líneas de sus dedos. En unos pocos días, dejó de discutir con ellos: había conseguido ya el dinero necesario para emprender con modestia una nueva vida. Faltaba únicamente reunir las necesarias provisiones para el largo camino a cualquier lugar del Imperio.
Las ofrendas a los muertos fueron las que le proporcionaron todo lo que deseaba, pero el calor de aquel tórrido agosto en la Campania arruinaba la comida en escasos días, incluso dentro del frescor revitalizante de la tumba. Su consuelo era que pronto estaría restablecida y podría partir; esperaba solo que a lo largo de la vía encontraría lo necesario para la subsistencia. Era un riesgo, cierto, pero no se atrevía a aventurarse por las calles de la ciudad para obtener algo más duradero por robo o dinero, por temor a ser reconocida por algún conocido, un cliente, una compañera, el proxeneta. 
Pronto alguien comenzó a seguirla. No era un hombre, ni una mujer, si no un perro callejero, pulgoso, sucio y famélico, que salivaba en abundancia cuando tomaba algún alimento y al que jamás abandonaban aquellos ojos tristes de mil ruegos. Drauca intentó ignorarle largo tiempo, creyendo que tarde o temprano se aburriría de perseguirla. En lugar de aquello, comenzó a dormir en la entrada de su sepultura. Su corazón, que se había convertido en dura piedra en el prostíbulo para protegerla de la traición y el daño, se sintió súbitamente conmovido por la fidelidad del perro, y sin darse cuenta ni pensarlo le lanzó desde lejos una manzana ya mordida. En apenas unos minutos, la había engullido por entero. Ahora movía la cola, satisfecho; aquel sencillo gesto llenó de alegría a la pequeña Arria, que comenzó a reír sin freno e intentó sin éxito cogerlo. Imposible no contagiarse de aquello. Drauca se acercó para acariciarle. El animal, al ver su mano, se encogió de inmediato, con la cabeza gacha y las orejas caídas, como si temiera fuera a pegarle. Necesitó cuatro manzanas más para que le permitiera tocarle. Desde ese día fue su compañero inseparable; la defendía de quienes querían hacerla daño, encontraba para ella las tumbas repletas de reciente comida, vigilaba la puerta y defendía a su hija en el interior de la sepultura. Algunos animales son mejor que las personas o al menos más agradecidos, pensaba la puta.
Sería el perro quién la despertara aquel día. Gemía enloquecido arañando con desesperación la puerta, o daba sin cesar vueltas en círculos, como si el inexplicable miedo que padecía le cegara todos los sentidos. Iba a regañarle furiosa por el sueño ininterrumpido cuando tembló la tierra. Arria comenzó a llorar aterrada. Los tres se enredaron temblorosos en una esquina, intentando consolarse y protegerse, mientras la mesa de ofrendas se resquebrajaba en cuatro pedazos, largas grietas rasgaban las frágiles paredes vetustas y parte del techo se derrumbaba en silencioso estrépito. Cesó veloz y, sin embargo, pareció eterno. Cubiertos de polvo, contemplaron entonces, entre las ruinas de lo que había sido su hogar, entre la fascinación y el miedo, como una gran nube negra con forma de pino se alzaba sobre la cima del monte Vesubio tras engullirla. Pronto el día sería noche y una densa niebla gris cubrió todo alrededor, aislándolos del resto del mundo. No había sol, no había luna, no había estrellas: solo brillaban, incandescentes, pequeñas pavesas en el diurno cielo nocturno, danzando hermosas entre la ceniza y el humo. Las hubiera contemplado largo tiempo sino hubiera sido por la insistente pata del perro golpeando su pierna, o aquel hocico mordiendo su vestido que intentaba arrastrarla lejos de la tumba. Recordó que los perros tenían más agudizado el sentido de la supervivencia; sin duda, partir de inmediato era lo más lógico. Igual que el sangrado después del parto, la noche en día no podía ser un buen presagio. Era mejor despedirse. Allí nada la retenía. Tomó sus escasas provisiones, escondió su oro, cogió a su hija y comenzó el camino largamente pospuesto. El perro, con el rabo entre las piernas, y las precavidas orejas inhiestas, la seguía de cerca, más ¿dónde iría? ¿Debía partir hacia Herculano? ¿Dirigirse hacia la playa? ¿Buscar la luz? Solo esperaba que, fuera lo que fuera lo que le pasara a la montaña, devorara la ciudad enloquecida que la había conducido a la prostitución, la mendicidad, el exilio y la miseria

*Fotografía 1: "La vendedora de flores", del pintor Godward (s. XIX)
*Fotografía 2: Perro descansando sobre el famoso mosaico Cave Canem, "Cuidado con el perro", en una de las casas de Pompeya. Imagen tomada de Internet
*Fotografía 3: Reconstrucción de la erupción del Vesubio del año 79. Fotograma tomado de la película-documental "Pompeya. El último día" Por cierto, el próximo viernes 24 hará 1933 años de esta catástrofe



10 comentarios:

  1. Buen perro. Buen final, es una buena señal que Melpómene no meta mano en todo. (A ver si así me reconoces)Vamp.

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  2. Sé quién eres desde el principio: la única persona que me deja comentarios :-D

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  3. Querida Laura:
    He leido la historia completa, y me ha parecido conmvedora, escribes bien; tengo la impresión que acabarás escribiendo algun libro, seguro.
    Has vuelto a escribir sobre los padecimientos de las clases más desfavorecidas de Roma, y es una manera de darles vida de nuevo; desde donde esten -si es que están en algún lugar- seguro que te estaran agradecidas.
    Un saludo.
    Framvesv

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    1. Gracias como siempre por tus palabras que me animan a seguir adelante. En cierta manera, los Relatos son un libro, solo que publicado de forma on-line y no en papel. Tengo la sensación de que al ser más cortos que un libro normal son también más amenos, lo que contribuye a difundir cómo vivían los más olvidados de la antigua Roma

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  4. Por favor sigue escribiendo!
    Me ha encantado!
    Si algún día publicas un libro, tendrás en mí, una seguidora!
    Enhorabuena!

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    1. Gracias, Anónimo!! Tengo muchas más historias en la cabeza y espero que todas te gusten tanto como ésta

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  5. Seguro que sí!!!!
    Así que "manos a la obra" ;-)

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  6. Muy buena historia,bien redactada,amena,engancha mucho y retrata fielmente las penumbras de las clases mas desfavorecidas de Roma. Bajo mi opinión,muy buen trabajo,espero poder leer más!

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  7. Es la segunda vez que lo leo y puedo decir que esta vez me ha gustado mucho más , ¿sera porque lo he leído con más cariño'?

    felicidades Laura escribes muy bien !!

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    1. Muchas gracias, Maribel!!! Me sacas los colores :D Un abrazo!!!

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